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La
historia colonial y la enseñanza escolar
Colección: INTERAMER
Número: 29
Año: 1994
Autor: Josefina Zoraida Vázquez y Pilar G.Aizpuru, Comps.
Título: La Enseñanza de la Historia
Introducción
Quizá los historiadores somos los profesionales que con mayor frecuencia nos preguntamos acerca de la validez de nuestra tarea. La investigación histórica no tiene una justificación tan inmediata y evidente como gran parte de los experimentos científicos ni una aplicación práctica obvia, como el quehacer del artesano. Sin duda, por ello abundan los trabajos de reflexión sobre los fines y la utilidad de la historia y aun en los textos escolares se acostumbra presentar un esbozo de explicación, así sea la escueta máxima de Cicerón, tantas veces desmentida, de que la historia es maestra de la vida. La rectificación de Hegel, igualmente categórica, nos obliga a preguntarnos si, en efecto, los pueblos nunca han aprendido nada de la historia.
En la enseñanza escolar es apreciable una actitud ambivalente, de respeto hacia una disciplina de larga tradición, a la vez que de duda en cuanto a su valor formativo. Nadie se atrevería a rechazar la enseñanza de la historia, pero para muchos maestros sería difícil explicar en qué consiste su importancia. Investigadores y docentes coincidirían en recomendar su permanencia en el currículum, pero también sería unánime la demanda de cambios sustanciales en los programas y en los textos. Esto significa que todos esperamos algo de la enseñanza de la historia, pero que todos nos sentimos frustrados porque parece que los resultados no responden a nuestras expectativas.
No sólo cada maestro y cada historiador puede pretender algo diferente de la enseñanza de la historia, sino que cada nación, y en diferentes momentos, ha debido de imprimir un sello particular a su discurso. La arenga patriótica de los países que estrenaban independencia, como el recordatorio de añejas querellas con vecinos poderosos, eran una necesaria vacuna contra optimismos fáciles y credulidades peligrosas. La exaltación de héroes y gestas nacionales se convirtieron también, por largo tiempo, en elementos unificadores dentro de sociedades que sostenían con esfuerzo una débil solidaridad. La educación para la libertad, para la democracia, para el desarrollo o para la igualdad, definieron proyectos nacionales en los que la historia debía contribuir. Hoy y en el futuro, a un lado y otro del Atlántico, en el hemisferio norte y en el sur, continúan perfilándose ideales y metas diferentes. Y ya que no es factible unificar criterios para la elaboración de textos de historia, al menos sería recomendable hacer explícitos los fines propuestos, para poner en práctica los medios adecuados.
El hecho es que, incluso quienes viven alejados de la vida académica, y en particular de la investigación histórica, saben que el pasado permanece vivo de algún modo en nuestras actitudes y creencias. Ni los relatos de amoríos y aventuras bélicas ni los catecismos patrióticos tan profusamente empleados en las escuelas, corresponden a la inquietud real de los individuos por conocer y asumir su propio pasado. Parece que nos escamotean algo con lo que realmente podríamos identificarnos, que nos muestran la faceta menos interesante y nos esconden la que querríamos conocer. Sin embargo, el proceso selectivo de los hechos que merecen ser reseñados como acontecimientos históricos no responde nunca al capricho ni a la formación personal de algún historiador, sino a la mentalidad colectiva proyectada con una función social. Ello contribuye a que la historia constituya parte inseparable del currículum escolar.
Entre los objetivos del estudio de la historia, desde los niveles elementales hasta la instrucción superior, se encuentra el de habituar a los alumnos a exigir cierta precisión en la forma de exponer los contenidos temáticos, con el consiguiente cuidado de la corrección en la expresión. Las ambigüedades pretendidamente neutrales sólo son desconcertantes indecisiones y muestras de inseguridad. Siempre será más claro referirse a funcionarios corruptos que a la corrupción como fenómeno impersonal, a la crueldad de Nuño de Guzmán mejor que a los abusos de algunos conquistadores, y a las leyes sobre esclavitud y encomienda con preferencia sobre las vagas aspiraciones de justicia en la legislación de Indias.
Otro objetivo, habitualmente declarado en los planes y programas de estudio, es el de preparar a los niños para que desempeñen en el futuro su papel de ciudadanos. Esta meta suele desfigurarse frecuentemente, al interpretar que la historia tiene un carácter funcional, al servicio de intereses políticos del momento. Vencedores o vencidos, los héroes de guerras pasadas son inservibles como ejemplo a seguir de comportamiento ciudadano. Podría ser más provechoso resaltar los méritos de individuos que no dedicaron su vida a la guerra sino al trabajo y al estudio. Sor Juana Inés de la Cruz, don Carlos de Sigüenza y Góngora y el grupo numeroso de ilustrados novohispanos, pueden servir de modelo.
Ahora bien, el hábito de la precisión difícilmente puede fomentarse a través de relatos secuenciales de acontecimientos cuyo profundo sentido se ignora o deliberadamente se oculta. La apreciación de gran parte de los textos escolares que conocemos confirma esta hipótesis: un elevado número de ellos limita su aportación a la recopilación más o menos erudita de datos, nombres y fechas; los restantes, procedentes en su mayor parte de países socialistas, buscan una interpretación ideológica parcial, en la que los datos se ignoran o se violentan, para hacerlos encajar en determinado patrón. Ya sea por falta de análisis teórico o por exceso de teoría, ambas actitudes arrebatan a la historia partes esenciales de su entidad.
Podríamos identificar como tercera posición la que se ha adoptado en los más recientes textos de historia de México para las escuelas primarias. Consiste en reducir al mínimo las fechas y datos y condensar en oraciones de una o dos líneas la más escueta interpretación de los acontecimientos. Así resulta que, al eliminar todo relato, se impide que el estudiante elabore sus propios razonamientos, y al reducir los temas a sentencias apodícticas se escamotee la pluralidad de las interpretaciones. Desaparece el viejo vicio de las anécdotas, que acompañaban a las descripciones de las hazañas de los héroes, pero no por ello se ofrece una visión más humana y accesible, con la que los alumnos puedan identificarse. Ya no hay buenos y villanos, que se han sustituido por asépticas informaciones acerca de que los imperios caen, las culturas se imponen, la economía prospera o se derrumba y las revoluciones triunfan o fracasan. Todo ello se diría movido por fuerzas superiores o realizado por sujetos sin rostro ni nombre.
El texto de una caricatura de aparente inocencia ilustra atinadamente esta situación: en clase de matemáticas yo me lo creo todo y me exigen la demostración. En cambio, en la de historia, lo que me exigen es sólo que me lo crea (Fontana).1
En cuanto a la función de la historia como forjadora del espíritu cívico, aún es más evidente la manipulación de que ha sido objeto en casi todos los países. La verdad histórica, o lo que de ella podemos conocer, ha sido sacrificada muy a menudo a los intereses del orgullo nacional. Como recurso fácil para excitar en los jóvenes la emoción patriótica, se ha propiciado la impresión de que los contactos entre las naciones implican invariablemente la guerra. Un manual de historia multiplica las oportunidades de caer en esta actitud, debido a sus inevitables generalizaciones y simplificaciones. Y como la literatura y los medios masivos nos han convencido de que toda guerra es una pugna entre buenos y malos, parece inevitable que los libros de historia procedan a poner tales etiquetas a todos sus protagonistas.
Es obvio que a nada conduciría pretender ignorar un pasado en el que han tenido lugar continuos enfrentamientos bélicos; pero el relato de estos conflictos no conduce a nada, mientras no se acompañe de la explicación de sus causas, razones y consecuencias. Por otra parte, la importancia de los contactos pacíficos y la convivencia armoniosa mantenida durante largos períodos, rara vez se resaltan como elementos decisivos en el progreso de la cultura universal.
Una norma general, que podríamos aplicar a los niveles de enseñanza media y superior, es la de dedicar un espacio al conocimiento teórico de la historia. Lejos de debilitar sus fundamentos, la explicación oportuna de los métodos, problemas y perspectivas de la investigación histórica puede desarrollar un mayor respeto por la asignatura y devolverle la imagen de solidez que ha ido perdiendo frente a los avances de las ciencias exactas y experimentales. Quizá podrían evitarse así las observaciones burlescas, repetidas hasta el cansancio por adultos y niños, de que lo que dice la historia son puros cuentos, de que eso no lo ha visto nadie y de que en último caso a nadie importa. El valor explicativo de la historia es fácilmente comprensible, siempre que quede claro que no aspiramos a establecer postulados ni teoremas, desde el momento en que nos movemos dentro del marco de las ciencias sociales.
El niño fascinado por un relato que acaba de escuchar, acudirá a preguntar confidencialmente si tal cosa es verdad. El joven estudiante debe tener la misma inquietud; pero ya no sólo le importa lo verosímil, sino, sobre todo, lo trascendente de los acontecimientos. La relatividad de la verdad histórica puede ser comprendida por mentes normales desde la adolescencia o aun antes, como la seriedad de los métodos de investigación puede ser apreciada por quienes ya están en contacto con otro género de estudios, en los que los recursos metodológicos resultan más evidentes. Ocasionales referencias al tipo de documentos utilizados servirán de soporte a las afirmaciones que derivamos de ellos. Se pueden mencionar las relaciones geográficas, hechas por orden del monarca, para conocer mejor las posibilidades de explotación de sus territorios; las crónicas indígenas como muestra de la visión de los vencidos y las representaciones corporativas como ejemplo de la actitud de los criollos.
Sería muy gratificante compartir con los lectores la experiencia de la búsqueda de documentos, la satisfacción del hallazgo inesperado, el necesario reajuste de hipótesis y conclusiones y aun las mismas categorías sobre las que sustentamos la elaboración del análisis histórico. Quizá por este camino se esfumase el prejuicio de que todas las historias cuentan las mismas cosas y de que el trabajo de los autores es sólo la copia de unos y otros.
Al referirnos a la época de los descubrimientos y conquistas del continente americano, vemos que nuestra ansiedad por rehacer la historia responde a la necesidad de lograr un equilibrio entre la inaccesible objetividad de los hechos y la subjetividad inevitable de la interpretación. No hay una explicación única del descubrimiento, de la conquista y de la posterior organización colonial; pero tenemos que aceptar esa pluralidad como facetas de una realidad tan múltiple y cambiante como lo fueron las formas de percepción de quienes sufrieron o disfrutaron de aquella situación; de nuestra capacidad de asumir las contradicciones dependerá el valor de nuestro conocimiento.
Otro punto esencial es el de la necesaria identificación del proceso histórico como desarrollo de fuerzas en continuo movimiento. De ningún modo recomendaría que se hable del progreso indefinido; pero es igualmente ajena a la realidad la forma en que se presentan cuadros estáticos de determinados momentos, sin solución de continuidad. Jamás aceptaríamos que un libro de matemáticas, en aras de la brevedad, simplificase una demostración eliminando los pasos intermedios para llegar al establecimiento de un teorema. Pero esto es, precisamente, lo que hacemos continuamente en nuestros textos de historia, cuando pasamos de la conquista a la independencia, acaso creyendo que hacemos un favor a los niños al relatarles únicamente los momentos de gran actividad, al modo de las novelas de vaqueros o de las películas de dibujos animados.
Un sencillo relato de la evolución de las formas de explotación del trabajo indígena y de las intermitencias de prosperidad y decadencia de la minería, serviría para mostrar la influencia de los cambios. Durante los primeros tiempos, el sostenimiento del virreinato dependía de la recaudación del tributo y del trabajo que realizaban los naturales en las empresas de los españoles. Más adelante, a partir de mediados del siglo XVI, se descubrieron riquísimas minas de plata, de modo que la minería se convirtió en el motor de la economía colonial. En unos cuantos meses o semanas se improvisaban ciudades allá donde se descubría plata, y esos establecimientos, que llegaron a constituir prósperas ciudades, se llamaron reales de minas. La corona española, siempre necesitada de metales preciosos para pagar los intereses de sus cuantiosas deudas, se beneficiaba de la parte correspondiente al Estado, mientras que los mineros afortunados, los propietarios de haciendas y muchos vecinos de las comarcas próximas, disfrutaban de la riqueza derivada del abastecimiento de los reales. En la Nueva España se inventó el método de amalgama o de patio, adecuado al tipo de mineral existente y que facilitaba la explotación y abreviaba el proceso de extracción del mineral.
Las comunidades indígenas mantuvieron sus formas de trabajo colectivo y un nivel de economía de autosuficiencia, a base del consumo de productos locales; pero también tuvieron que prestar sus trabajadores para las haciendas ganaderas o agrícolas. En las ciudades, con predominio de población española, los indios trabajaban en talleres artesanales o en servicios urbanos y domésticos. Con demasiada frecuencia, eran sometidos a una explotación desmedida.
Otro aspecto frecuentemente olvidado es el de la necesidad de señalar las influencias recíprocas entre los pueblos. Al tratarse de la época colonial parece justificado hablar de imposición, aculturación, cultura dominante y hasta etnocidio. Esta actitud supuestamente generosa, de reivindicación de los derechos de los pueblos oprimidos, se vuelve contra sí misma, ya que parece aceptar de antemano la incapacidad de esos pueblos para dar cualquier tipo de respuesta. Tan sólo aparecen en los textos los retratos trágicos de héroes sometidos o ajusticiados. Poco se habla de la resistencia pacífica y secular de pueblos que defendieron su idiosincrasia y a los que los medios masivos y la mística del progreso han golpeado más duramente que la violencia colonial. La época colonial, tan lejana y tan desacreditada, proporciona un escape fácil para quejas y reivindicaciones, mientras que la historia reciente se maquilla o se olvida, como un medio de evitar conflictos. Ignorar los ejemplos de etnocidio en los siglos XIX y XX, identificar independencia con justicia e igualdad, dejar sin mencionar la violencia de los últimos tiempos y presentar una imagen idílica de la actualidad es tanto como cerrar los ojos ante la vida que transcurre ante nosotros y de la que somos protagonistas.
Los procesos de influencia cultural no deberán plantearse como fórmula unilateral o imposición indiscutida del grupo dominante sobre la actitud de inercia e indiferencia de los aborígenes. Es importante subrayar las corrientes producidas en ambos sentidos, de modo que la colonización no se vea como un simple trasplante de instituciones españolas, sino como un proceso creativo de nuevas formas de convivencia, elaboradas por dos agentes en situación social y política de fuerte desequilibrio, pero con inagotable capacidad de iniciativa en la búsqueda de recursos para la supervivencia biológica y cultural. A partir de los productos intercambiados por ambos continentes, de las influencias lingüísticas y de la legislación específica para las provincias americanas, se debe poner de relieve la diferencia esencial entre americanos y europeos, y la aportación significativa de América a la cultura occidental.
Desde las primeras lecciones escolares, los niños deben tomar conciencia de que los hombres hacen su historia, y la hacen en condiciones previamente dadas. Esas condiciones están constituidas por un complejo de fuerzas productivas, estructura social y mentalidades. Es falso y muy dañino fomentar la creencia en una negra fatalidad que se ceba en determinados pueblos, o en una providencia redentora que rescata a sus elegidos. El nacimiento, auge y decadencia de determinados valores, sigue un proceso de cambios imparables; de modo que hablar de la colonización como de un acto de voluntad ejercido instantánea y uniformemente en todo el continente resulta una aberración. Soldados, burócratas y frailes de distinta procedencia y formación intelectual tenían distintas concepciones vitales, así como los compañeros de Cristóbal Colón tenían muy poco en común con los exploradores y colonos de fines del siglo XVIII y comienzos del XIX. Las circunstancias locales, geográficas, económicas, demográficas y culturales, contribuyeron también a definir las características regionales.
El historiador que todos llevamos dentro será el colaborador más eficaz para un correcto aprendizaje, cuando los jóvenes aprecien la indisoluble conexión entre el pasado y el presente, entre los problemas de hoy y los intentos de solución de ayer. Todo planteamiento histórico tiene que arrancar de problemas actuales, porque todo conocimiento histórico es válido en la medida en que arraiga en las manifestaciones cotidianas de la cultura que es patrimonio de toda la humanidad. No es difícil recordar que nuestro alimento procede de la doble tradición europea y americana. Comemos pan de trigo, como lo hacían los griegos y romanos de la época clásica y consumimos tortillas semejantes a las que elaboraban nuestros antepasados mesoamericanos. Vestimos ropa de algodón, como se usó en la América prehispánica, pero también nos abrigamos con la lana de las ovejas que trajeron los españoles. Y nada se pierde con advertir que dentro de poco todo ello habrá sido sustituido por las fibras sintéticas. No hay muro de separación entre los procesos culturales del pasado y del presente, entre la adquisición de tecnologías del siglo XVI y las del XX, entre las actitudes humanas de comprensión y de rechazo ante los pueblos vecinos y ante nuestros mismos paisanos de diferente nivel socioeconómico.
Hoy en día se plantean investigaciones en torno a la transmisión cultural de los grupos sometidos hacia sus opresores; de modo que no sólo podríamos hablar de una aculturación impuesta por violencia y por decreto, sino de una transferencia cultural que afectaría en gran medida a los españoles, en forma menos drástica y violenta, pero eficaz a la larga para fundamentar el proceso creador de las nuevas naciones y culturas americanas.
La importancia de los factores económicos y sociales es algo que no puede olvidarse, y que ciertamente se menciona en la mayor parte de los textos actualmente en uso. Pero aún no se ha llegado a la necesaria integración de estos factores en la explicación del acontecer histórico. Así es que en la actualidad los niños se ven obligados a memorizar listas de nombres y fechas, ya se justifiquen por su significado patriótico o como simples alardes de erudición, a la vez que marginalmente se incluyen capítulos explicativos de circunstancias económicas y sociales escasamente relacionados con los datos correspondientes. Si los principios fundamentales de la evolución económica y del desarrollo social se explican paulatinamente, de acuerdo con el nivel de interés personal de los alumnos y de su capacidad de comprensión, se les estarán proporcionando herramientas para que por sí mismos accedan a la elaboración de sus propios conceptos y se interesen por conocer nuevos hechos, que les aporten los elementos necesarios para un análisis personal de los acontecimientos históricos.
Ya en el camino de la formación histórica, no puede prescindirse de los factores intelectuales y morales, a menudo abandonados ante la influencia avasalladora de las corrientes de la historia económica. Los grandes movimientos religiosos y la pugna entre ideologías contrarias, la resistencia de los grupos apegados a la tradición y los movimientos innovadores, la importancia de los nacionalismos y su contrapartida ecuménica, son parte importante de la historia y acaso más fácilmente accesible para quienes en su medio ambiente están familiarizados con alguna forma de toma de posición ideológica.
La conquista espiritual debe apreciarse al margen de fanatismos religiosos o antirreligiosos. No puede olvidarse que las culturas indígenas fueron más sistemáticamente destruidas bajo el suave yugo de los mansos y dulces misioneros que bajo las armas de los violentos conquistadores; pero los métodos y las intenciones fueron diferentes. Referirse al humanitarismo sin tomar en cuenta el mesianismo carece de sentido; pero ambos aspectos son inseparables de la obra evangelizadora.
Las órdenes regulares a las que se encomendó la evangelización de los indios no se limitaron a imponer la nueva religión, sino que enseñaron técnicas agrícolas, cría y cuidado de animales domésticos, oficios artesanales, música y canto, lectura y escritura, e incluso, a un pequeño grupo de jóvenes de la nobleza local, la lengua latina y la filosofía. Para salvar el obstáculo de la incomunicación, los frailes aprendieron las lenguas indígenas y escribieron en ellas gramáticas, vocabularios y colecciones de textos doctrinales. Siempre con el objetivo de la cristianización, idearon recursos didácticos, entre los que se consideraba el empleo de cantos y bailes, representaciones teatrales, grandes lienzos pintados y pequeños catecismos con jeroglíficos. Los conventos novohispanos del siglo XVI, con reminiscencias de fortaleza y amplios espacios destinados a la instrucción de los fieles, constituyen una muestra de arquitectura renacentista que funde lo utilitario con lo bello y lo religioso con lo profano. Su grandiosidad armoniza con el paisaje y su riqueza decorativa reúne elementos de la más pura tradición clásica europea con representaciones propias de la estética indígena.
Todos estos puntos, como líneas generales de acceso al estudio de la historia, son aplicables a cualquier ámbito geográfico y coyuntura histórica. Incluso, pueden adecuarse a la edad, nivel de conocimientos y ambiente familiar y comunitario en que se desenvuelvan los alumnos. Pero de ningún modo imponen un modelo único de programa didáctico. La historia local, siempre diferente y siempre coincidente en puntos esenciales, debe de ser el punto de partida para excitar en los niños el interés por el pasado; a partir de ella pasarán a la historia de su provincia o estado, del país, de la región, del continente y del resto del mundo. No necesariamente en ese orden, ni rigurosamente en avance progresivo, como los círculos producidos en el agua por el impacto de la piedra que cae. Las relaciones de la comunidad, el pueblo o la nación, con otros grupos humanos, se entenderán adecuadamente si en cada circunstancia se acude a los elementos interpretativos necesarios para completar la explicación. Precisamente el sistema de avanzar de lo local a lo universal y de lo particular a lo general, ha sido causa de un anacrónico sentimiento chauvinista, ya que no se ha forjado en el momento propicio la conciencia de pertenencia a la humanidad y de compromiso con los grandes ideales colectivos. Es contradictorio implantar métodos de trabajo en equipo y hablar de obligaciones cívicas y comunitarias, mientras se fomenta la hostilidad hacia los pueblos vecinos y se menciona a los demás países en términos de enemigos perpetuos, vencedores o vencidos.