<<Biblioteca Digital del Portal<<INTERAMER<<Serie Cultural<<El Río de los Sueños: Aproximaciones Críticas a la Obra de Ana María Shua<<Soy paciente: La metáfora hospitalaria
Colección: INTERAMER
Número: 70
Año: 2001
Autor: Rhonda Dahl Buchanan, Editora
Título: El río de los sueños: Aproximaciones críticas a la obra de Ana María Shua
El hospital como locus
De los textos de la literatura argentina previos a la década de los
‘80 en los cuales el hospital está usado como marco casi excluyente de
la diégesis, señalaré dos que alcanzaron la canonicidad: el cuento “La
señorita Cora,” de Julio Cortázar, y la novela Dormir al sol, de
Adolfo Bioy Casares. El relato de Cortázar usa el hospital como lógico
y necesario marco de una acción que incluye un enfermo, sus padres, una
enfermera, un médico, y un conflicto enfermo-enfermera-madre que constituye
el eje del relato. Dormir al sol, en la línea de la literatura
fantástica, coloca al protagonista en el Hospital Frenopático, una diabólica
institución donde se experimenta con el trasplante de almas en cuerpos
ajenos, incluyendo los de animales, incursionando en las alucinantes posibilidades
con que los avances científicos sorprenden a la humanidad, además de tocar
marginalmente el tema de la cosificación de los seres humanos. Se trata,
sin duda, de un lugar demoníaco, pero su proyección semántica, unívoca
y sin matices, funciona sin interferencias irónicas que pudieran hacerlo
metonimia de algún aspecto significativo de la realidad inmediata, del
cronotopo vivo e inevitable del que todo texto emerge. Soy paciente,
en cambio, se vincula con esa realidad, aunque la logre escamotear tras
una diégesis que no la explicita.
Esta breve referencia a la presencia del hospital como locus
de una diégesis significativa en el corpus de la literatura argentina
tiene por objeto señalar la originalidad con que Ana María Shua usa la
institución hospitalaria en aquella primera novela suya. A partir del
título mismo, Soy paciente, la autora comienza a jugar con el sentido
metafórico de la presencia del hospital en la novela. La “paciencia” de
este “paciente,” el narrador homodiegético, es un largo e inevitable ejercicio.
El hospital está estructurado como un cosmos dominado por el absurdo,
un territorio donde el protagonista es sometido a los más disparatados
procedimientos terapéuticos, burocráticos y hasta quirúrgicos sin que
nadie pueda explicarle satisfactoriamente cuál es su diagnóstico o cuál
va a ser su tratamiento. Desde la perspectiva que le permite su simpleza,
el “héroe” narra las alternativas de su odisea sin percatarse de su papel
de víctima, ni siquiera cuando sucumbe a las maquinaciones de la organización
hospitalaria, convirtiéndose en uno de los internos crónicos, completamente
incomunicado con la realidad exterior, inconsciente de su propia tragedia.
En el desenlace, ya totalmente alienado, canta junto a sus compañeros
canciones de bienvenida para un recién llegado, que duplica, en su ingreso
a la sala, la escena que él protagonizara al comienzo: “Catéter por aquí,/y
plasma por allá/ el que entra en esta sala/no sale nunca más” (20, 138).
Shua dice haber pensado en el argumento de la novela a partir de la
internación de una persona conocida a la que le sucedieron cosas catastróficas
en el hospital, pero ese episodio no puede haber sido mucho más que el
detonante de una decantada y probablemente inconsciente preparación imaginativa,
de una necesaria inquietud intelectual basada en su inescapable experiencia
de joven mujer argentina en los años del así llamado “Proceso de reorganización
nacional” (los “años de plomo,” como se les llamó más tarde), testigo
del desgranamiento de su propia generación, primero por el llamado idealista
y desesperado de la revuelta, y luego por la dureza maniquea de la represión.2
La argentinidad de Ana María Shua se advierte tanto en lo que expresa
como en lo que deja sin expresar. Cabe destacar la eficacia satírica con
que la historia incluye situaciones que caricaturizan males endémicos
de la sociedad argentina, tales como la sobredimensionada burocracia,
los magros sueldos en las áreas de servicio administradas por el Estado,
la ineficiencia, la improvisación. Todas estas falencias aparecen como
fuerzas antagónicas al protagonista, centradas en el funcionamiento del
Hospital, institución que, supuestamente, debería velar por la salud y
el bienestar de las personas que en él buscan alivio. La misma palabra
“hospital” remite a conceptos tales como “hospitalidad” y “huésped.” Pero
esta institución “hospitalaria” no sólo no cumple con lo que se supone
debe ser su misión, sino que se apodera del individuo y le corta las posibilidades
de intentar soluciones alternativas a su problema. Tales circunstancias
se introducen en la novela como otros tantos silencios cuya proyección
semántica está latente, configurando en su conjunto la imagen de un territorio
censurado, esclavizado, deteriorado, que no es otro que el del país mismo.
El poder omnímodo, los caprichos de la burocracia, la deshumanización
del sujeto, aparecen “borrados,” según terminología acuñada por Daniel
Balderston a propósito de un texto de Luis Gusmán: “las porciones borradas
del texto pueden ser llenadas por el lector alerta” (118, énfasis mío).
Tras el disfraz del hospital, y como para sortear la censura con elegancia
y eficacia, las marcas de un sistema represivo están allí, metaforizadas
pero vivas.
Lo que Shua deja sin expresar a nivel de denotación lo sugiere desde
un comienzo mediante mecanismos connotativos cuya interpretación queda
a cargo del receptor. “La connotación,” nos dice Roland Barthes, “es la
vía a la polisemia del texto clásico” (5). Y así comienzan a desarrollarse
los aspectos simbólicos de la institución y del paciente del título, como
elementos de esa lectura que Shua parece confiar que el lector hará en
la medida que su enciclopedia registre la situación en la Argentina de
esos años. Un segundo nivel connotativo tendería a la ideologización filosófica
de la temática del texto, la cual se presta airosamente a una universalización
de los significados de la trama en términos de la subordinación del individuo
a fuerzas que no puede controlar, ya sea que provengan del poder, de la
burocracia o de la tecnología, fuerzas que lo despersonalizan con implacable
rigor. Varias de las reseñas publicadas tras la aparición de la novela
hablan del carácter “kafkiano” de las peripecias que debe atravesar el
protagonista,3 ratificando la posibilidad de universalizar
el sentido del texto a un nivel existencial, desprendido del cronotopo
“Argentina, 1980”.
No hay diagnóstico para el enfermo, y la incertidumbre provocada por
esta indefinición se prolonga sin término. ¿Está o no está enfermo? ¿Es
o no es un hombre sano? ¿Es o no es? El trasluz de la novela
evidencia una aguda conciencia de la frustración emocional intensificada
a partir de la fragilidad del equilibrio entre estar y no estar, ser y
no ser, interrogantes determinados por las circunstancias históricas del
momento, atenazada como está la libertad de expresión por el gobierno
militar, agente de la precariedad que preside la seguridad cotidiana.
La misma Shua declara en una entrevista de La Opinión: “Los escritores
que escriben sobre el país, no están en el país. Los escritores que estamos
en el país recurrimos a técnicas metafóricas. [ . . .] Somos los reyes
del eufemismo. Nuestro lenguaje y nuestro humor están hechos de alusiones”
(4). Aparte de la protesta o la denuncia política que pueda advertirse
en esta declaración, no hay en ella amargura, sino una objetividad teñida
con un humor que enmascara una conciencia dolorida por los datos de la
realidad. Creo no exagerar al opinar que tal actitud puede ser interpretada
como una forma intelectualizada del patriotismo.
El poco contacto que el protagonista tiene con el mundo exterior alcanza
para que aparezcan ciertas referencias más o menos vagas sobre la geografía
urbana, como Palermo o la Costanera. Se adivina un Buenos Aires desvaído
a través de la percepción descolorida del narrador. Los apellidos que
se mencionan son frutos tardíos del aluvión inmigratorio: los doctores
Tracer y Goldfarb, el compañero de oficina Iparraguire. La doctora Sánchez
Ortiz, amable en un principio, elusiva y prácticamente inexistente después,
ofrece un toque que puede ser tanto snob como patricio, dada la connotación
que en la Argentina se suele dar al doble apellido, cuyo uso se ha preservado
sobre todo en las clases altas en forma “fija,” sin la variante generacional
del apellido materno en segundo término, al contrario de lo que sucede
en España y en otros países hispanoamericanos. Estos aspectos de la “argentinidad”
del relato, reforzados por el lenguaje de registro coloquial de la voz
narradora, con algunos —pocos—giros porteños, completa un ámbito ficcional
inconfundiblemente rioplatense. Shua pone en boca de Ricardo, amigo del
protagonista, una frase repetida hasta el cansancio por quienes, sintiéndose
“inocentes,” inmunes a cualquier castigo, se referían a los desaparecidos:
“Los cirujanos son todos unos sádicos, pero si te operaron, por algo
será” (74, énfasis mío).
En términos generales, la alusión visual como imagen literaria convertida
en ícono y empleada con carácter isotópico crece en importancia en la
novela del siglo XX, al reducirse casi hasta la extinción el texto discursivo-reflexivo
tan común en la novela decimonónica. La supresión del discurso autorial
como reflexión sobre la realidad traslada la responsabilidad del énfasis
semántico y temático hacia objetivaciones de la realidad que funcionan
tanto a nivel denotativo como connotativo, llegando en ciertos casos,
como sucede en esta novela de Shua, a transformar una imagen (la del hospital)
en su propio comentario, y al argumento en general en una gran metáfora
de rica referencialidad.