29 de Abril de 2025
Portal Educativo de las Américas
  Idioma:
 Imprima esta Página  Envie esta Página por Correo  Califique esta Página  Agregar a mis Contenidos  Página Principal 
¿Nuevo Usuario? - ¿Olvidó su Clave? - Usuario Registrado:     

Búsqueda



Colección: INTERAMER
Número: 70
Año: 2001
Autor: Rhonda Dahl Buchanan, Editora
Título: El río de los sueños: Aproximaciones críticas a la obra de Ana María Shua

Las transgresiones de Laurita y Frangipani

A medida que el embarazo de la señora Laura avanza, ella recuerda, rememora los encuentros eróticos con los hombres anteriores a su esposo. Regresan en cada capítulo las experiencias amorosas y sexuales con Jorge, Sergio, el Flaco Sivi, Gerardo, Kalnicky Kamiansky y Pablo, mezcladas con las fantasías de la protagonista. La novela reitera, en sintonía con los ensayos La parte maldita, El erotismo y Las lágrimas de Eros de Georges Bataille, que los interdictos provocan transgresiones y que la función de un interdicto no es sólo regular conductas sociales sino despertar el deseo de transgredirlos. La noción de la fiesta y del derroche como posibles modos de quiebre del orden burgués se ficcionalizan y parodian en las imágenes de la festichola del capítulo II, del gusto de Laura por las masas frente al asco de su esposo, en la posibilidad de gozar y excitarse mientras prepara su cuerpo para amamantar. Tanto la festichola, como los restos de dulces que quedan en el plato de la confitería y el placer de acariciarse los pezones, aunque con signo diferente, remiten a la inutilidad, a lo improductivo, al exceso, al puro gasto. Energías, comida y cuerpo que se asimilan y capitalizan en un placer que no recae ni sobre la sociedad ni sobre el otro. Mientras su esposo administra el tiempo en torno al trabajo, Laura destina parte del suyo a gozar, a experimentar las sensaciones que el embarazo inesperadamente le produce.4

Cada nueva experiencia de la protagonista permite revisar y poner en entredicho una creencia o un ritual transmitido por su abuela a su madre y por su madre a ella. Si el universo de creencias y rituales que Laura ha recibido se basa en la obediencia fiel a las normas, en su caso sólo queda romper con la sujeción para lograr desoír lo aprendido y para construir un nuevo sistema de saberes y prácticas femeninas. En este sentido, la novela muestra una crisis, un momento de fractura generacional, la caída de un orden, el tránsito caótico desde los dieciséis años a la adultez y la posibilidad de instaurar un nuevo sistema de valores. Siempre sola, porque un rasgo de la historia es que Laura no comparte estos cambios con amigas o hermanas. Y las otras embarazadas aparecen desde la mirada de quien narra desexualizadas. Otra parece ser la situación que heredará la niña que se chupa el pulgar en su vientre.

Estas experiencias se registran narrativamente en forma de anécdotas. La novela juega a ser un testimonio generacional, de época, a la vez que exalta la importancia de la literatura y de la imaginación como disparadores de transgresiones y cambios. Laura lee a Bataille, a Cortázar, a Miller, a Sade, a Celine. Con sus amigos y amantes hablan de Artaud, de Breton, discuten la teoría del potlach, representan escenas teatrales, recuerdan tanto a Berceo y a San Juan de la Cruz como a Miguel Hernández. Es la literatura la que le permite a Laura entrar en clímax y permitirse transgredir hacia el final el mandato más fuerte de la novela: una madre no coge. En cierto sentido, el libro reemplaza, sustituye al otro, al par que no está y aminora el estado de soledad en el que Laura se encuentra. Es la literatura la que ayuda a detonar la transgresión, a desplazar y a revocar los antiguos rituales y creencias.

Primero Laura repasa las imágenes que le han quedado de Miller, Mailer, Sade y otros textos eróticos, pero, contra lo previsible, no es el contenido del libro lo que se impone a la hora de elegir sino el formato, el libro como cuerpo: “Elige un libro cualquiera, de lomo ancho, que le resultará perfecto para apretar entre sus piernas mientras sigue, acostada en la cama, masajeándose enérgicamente los pezones” (189).

Laura fantasea desde la adolescencia con un nuevo orden, una naturaleza diferente, una sociedad donde sea posible otro ritmo de vida y haya lugar para el puro placer. De la zona de la utopía, presentada desde trozos de textos que tienen como escenario una isla, la narración se desliza hacia la concreción del placer como punto vital y heredable.

En esa isla, con la que Laura sueña al principio de la novela, todo es idílico: mar, corales, pájaros, flores y plantas, perfumes exóticos. En esa fuga de la pesada realidad que debe soportar Laura, la literatura le brinda un personaje femenino en el que compensar y reflejarse: Frangipani, una joven isleña. Esta muchacha, tan joven como Laura, también sigue los pasos de los rituales que su tribu ha transmitido de generación en generación, sólo que estos parecen sostener una sociedad utópica.

Frangipani no está sola, otras mujeres danzan como ella, comparten el ritmo de los movimientos, acompañan las ceremonias cruzadas por el golpe de los tambores. Aquí también se trata de rituales y Frangipani los sigue con más fidelidad que la que Laura emplea en seguir los suyos. Pero en este mundo paradisíaco, el placer, el cuerpo, el erotismo se distribuyen como bienes sociales, legendarios:

Las Grandes Danzas van a comenzar y Frangipani es la más grácil, la más alada de las bailarinas. Sus pies desnudos pueden convertirse en pájaros y en peces y la fuerza con que sus plantas se apoyan en el suelo es capaz de desviar a la tierra misma de su eje y sus pechos firmes se balancean apenas al ritmo de su cuerpo, ese ritmo que introducen los tambores en el centro de su vientre y que vuelve a derramarse desde allí en ondas vertiginosas que la estremecen hasta las puntas de los dedos. (22 - 23)

Y mientras baila y se acerca maravillosamente al éxtasis impulsada por las miradas de los hombres, que se posan como insectos golosos sobre la dulzura de su piel, Frangipani tiene repentina conciencia de una mirada extraña, distinta de las demás, una mirada que en lugar de posarse sobre ella se le clava, la atraviesa. (27)

Frangipani, a diferencia de Laurita, no necesita transgredir porque el erotismo no es interdicto en su cultura. Danza y goza con la aprobación de las otras mujeres, de los hombres de la tribu y de las ancianas, que son las encargadas de iniciar en el camino del placer y del conocimiento del propio cuerpo. Y, sin embargo, tampoco Frangipani es completamente feliz. Ella también se ha cansado de repetir rituales a los que, posiblemente, ya no le encuentre sentido. El cansancio le hace cuestionar hasta el significado de su nombre, es decir, su identidad. Parece ser que lo que la novela de Ana María Shua pone en crisis, a través de las aparentes contrafiguras de Laura y Frangipani, es la imposibilidad de salirse de los rituales colectivos, el privilegio de los ritmos sociales, altamente reglados, sobre el ritmo individual: “Y Frangipani desea, y su deseo transgrede, se asoma a lo prohibido, Frangipani desea seguir la corriente de los arroyos, recorrer en canoa las costas de su isla, pescar esquivos, azarosos peces con pequeños arpones de hueso, como un hombre, la pequeña Frangipani” (33).

Rituales más, rituales menos, rituales en la ciudad, rituales en una isla, rituales solitarios, rituales compartidos, rituales femeninos o masculinos, todos congelan. La novela reafirma que el deseo no puede ni regularse ni volverse un rito. El erotismo se da en el desorden. Es puro derroche y no acepta ningún tipo de contenciones. Tanto Laura como Frangipani, entonces, están solas. Éste se insinúa como el único camino posible para romper fórmulas, lograr transgredirlas, saltarlas sin correr el riesgo de crear nuevos rituales.

Todas las otras experiencias grupales de la novela se muestran como construcciones, impostaciones, simulaciones colectivas de transgresión. La festichola en casa de Sergio, la representación de los amigos del Flaco Sivi, la provocación desenfadada a Pablo y el posterior castigo físico responden a la obediencia ciega a nuevos modelos, que aseguran producir rupturas tajantes sin dejar, sin embargo, los preconceptos y abriendo no un estado de libertad ideal sino nuevos mandatos.

Así, las escenas de esta novela desmienten también algunas falsas e inseguras poses de los amigos de Laura. De esta manera, no quedan ya en pie las salidas o escapes transitorios, sino la búsqueda del propio deseo, ese punto de resistencia que para que no deje de ser contestatario no debe responder a regla alguna, no debe obedecer ni repetir experiencias ajenas. Tal como lo planteara Bataille, Shua sitúa al erotismo en el plano de una búsqueda interior aunque, por otra parte, a diferencia de toda la teoría desarrollada en Las lágrimas de Eros, lo desvincula de prácticas rituales y comunitarias. Shua historiza también el término pero para mostrar que la transgresión se da sólo a nivel individual, y apela al propio interior del individuo.5