29 de Abril de 2025
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Colección: INTERAMER
Número: 70
Año: 2001
Autor: Rhonda Dahl Buchanan, Editora
Título: El río de los sueños: Aproximaciones críticas a la obra de Ana María Shua

La ilusión de la pornografía

El nivel de la escritura, donde es evidente la obsesión por mostrar los cuerpos, describirlos detalladamente, acompañarlos en su devenir, violando tabúes mucho más fuertes que el de la genitalidad: se describen vísceras enfermas, cadáveres, se teoriza minuciosamente sobre el modo en que la vejez avanza en un rostro (por ejemplo, en el capítulo final de El libro de los recuerdos). Se trata, en suma, de registrar para entender lo incomprensible. Esta pulsión por comprender, por poner palabras donde la cultura sólo tiene silencio, obliga a exponer la carne humana y el misterio de sus comportamientos, con la imposible ilusión de lograr una cruda pornografía privada de cualquier mediación: cuerpos sin ropa ni apariencia, vueltos pura materia, desnudados, abiertos a un lector-observador, por obra de una escritura que descubre, que otorga plenas intenciones a ese “tejido vivo, un material capaz de tomar sus propias decisiones” (La muerte como efecto secundario 73).

Plenas intenciones: la materia que se observa y se “fotografía” minuciosamente tendría, en realidad, decisiones propias: la frontera del tumor es, por ejemplo, “enérgica,” una voluntad la dibujó (algo como un niño con marcador rojo). Las entrañas se mueven por impulsos y propósitos, incluso tienen conductas punitivas, moralizantes:

miren dice el médico obstetra obstétrico, cuchillero, tétrico, el tipo, el doctor, vengan todos, miren todos, todos miran la cáscara de la nuez vienen todos yo panza arriba, cortada sangre tirada, todo podrido por dentro, cómo se nota que abortadora madre, cogedora, todos miran, enfermeras ayudantes, otros, de todo el sanatorio vienen a ver, aborto, ab orto. (Los amores de Laurita 179)

La exhibición espectacular de lo corporal en el nivel de la escritura, planteada como un intento siempre insuficiente de tratar de comprender, se relaciona con dos lugares comunes de la subjetividad femenina: con el extrañamiento de las mujeres frente a su propios genitales (ese “impensable sexo de mujer” al que ya aludimos y que han teorizado primero el psicoanálisis y luego el feminismo de la diferencia), por un lado; y, por el otro, con la prohibición milenaria que la sociedad patriarcal les impone al negarles el derecho a utilizar autónomamente sus cuerpos y decidir sobre ellos. Pero en la literatura de Shua, donde observar y comprender los cuerpos ha sido legitimado y autorizado por el padre, la exhibición adquiere sentidos que trascienden (pero no eliminan) el género y apuntan a la condición humana en su conjunto, al hiato feroz que la humanidad ha erigido entre palabra y cosa, entre logos y realia, entre signo y materialidad o, mejor dicho (porque el signo tiene tanto peso y materialidad como las cosas), entre materialidad semiótica y materialidad no semiótica.

La filosofía y la semiótica feminista han explicado de un modo difícil de rebatir cómo la cultura patriarcal sufre el horror de este hiato entre “espíritu” y “materia,” “razón” y “naturaleza,” “palabra” y “cuerpo,” e intenta tranquilizarse trasladando al cuerpo femenino el horror y también la fascinación de la pura realia, salvaje, caótica, siniestra y sin nombre posible, mientras otorga al varón la aliviante y superior posibilidad del signo y el logos.3 Reservorios imaginarios de negatividad y “naturaleza desatada,” las mujeres quedan del lado del cuerpo, aunque inmersas en una cultura que las construye pero, sin embargo, no es capaz de nombrarlas. El trabajo literario de Shua no se hace cargo de este rol, pero tampoco elude un lugar que su pertenencia al género femenino le permite percibir con especial sensibilidad: valiéndose del signo y del logos con una legitimidad y precisión que no se espera de una escritura “femenina,” Shua encara el abismo siniestro que supone lo real y lo explora.

El resultado de esa exploración es tal vez similar al que señala Lacan, reinterpretando el sueño de Freud de “la inyección de Irma”:

lo que Freud ve al fondo [al inclinarse, en su sueño, sobre la boca abierta de Irma y revisarle la garganta], esos cornetes recubiertos por una membrana blancuzca, es un espectáculo horroroso. Esta boca muestra todas las significaciones de equivalencia, todas las condensaciones que ustedes puedan imaginar. Todo se mezcla y asocia en esa imagen, desde la boca hasta el órgano sexual femenino, pasando por la nariz [. . .] Es un descubrimiento horrible: la carne que jamás se ve, el fondo de las cosas, el revés de la cara, del rostro, los secretatos por excelencia, la carne de la que todo sale, en lo más profundo del misterio, la carne sufriente, informe, cuya forma por sí misma provoca angustia. Visión de angustia, identificación de angustia, última revelación del eres esto: Eres esto, que es lo más lejano de ti, lo más informe. A esta revelación [. . .] llega Freud en la cumbre de su necesidad de ver, de saber [. . .] normalmente, un sueño que desemboca en algo así debe provocar el despertar. ¿Por qué no despierta Freud? Porque tiene agallas. (235-236)4

Estas “agallas” que Lacan (citando a Erikson) utiliza para explicar por qué Freud sigue soñando tienen que ver con el querer mirar, querer saber, esa pulsión que lleva a preferir la angustia a la ignorancia. Desde ella se observa en Shua el interior del cuerpo humano; sin embargo, hay diferencias importantes, si no con el sueño mismo (que en el relato de Freud y en las asociaciones que él mismo hace para explicárselo, no parece tan tremendo como Lacan necesita que parezca), sí con el señalamiento lacaniano, en la medida en que el psicoanalista francés (y la filosofía no materialista, en general) encuentra en ese asomarse al abismo de la carne el efecto de lo siniestro, porque atisbar aunque sea lo que Lacan llama el registro de lo Real sólo puede ser espeluznante. Leído por él, Freud no despierta de su sueño, pero tampoco puebla de palabras un abismo que sólo produce horror. En la obra de Shua, en cambio, el cuerpo y su interioridad pueden poblarse de lógicas; su materia (atroz, intolerable, dolorosa), es posible de nombrarse, de simbolizarse, de constituir relato, incluso desde el misterio de sus decisiones o de su creación. Es una materia que no se renuncia a comprender, aunque todo pugne por demostrarla incomprensible, porque esa condición doble de la autora, al estar—como ser simbólico—exiliada de ella, pero encarnar—como mujer—la experiencia innombrable de “ser esto” (como dice Lacan), permite a la escritura otros movimientos.

Vamos ahora al nivel de los hechos representados, donde, como dijimos, identificamos, en principio, tres ejes: el del deseo y el placer, el de la mercancía y el del sometimiento.