29 de Abril de 2025
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Colección: INTERAMER
Número: 70
Año: 2001
Autor: Rhonda Dahl Buchanan, Editora
Título: El río de los sueños: Aproximaciones críticas a la obra de Ana María Shua

UNA NOVELA SOBRE LA MUERTE1
José Miguel Oviedo*

Fuera de Argentina, pocos conocen la obra narrativa de Ana María Shua (Buenos Aires, 1951). Tuve la suerte de descubrir, gracias a una colega de la Universidad de Louisville, primero sus libros y luego de conocerla personalmente en su país. Leí con curiosidad y placer sus volúmenes de relatos y textos brevísimos, La sueñera (1984) y Casa de geishas (1992), género que cultiva con agudeza verbal, perspicacia imaginativa e ironía crítica. También leí una de sus novelas, El libro de los recuerdos (1994), especie de ficticia memoria familiar en la que recobra sus raíces étnicas (de origen judío-libanés) y su inserción como grupo inmigrante en la sociedad argentina. Pero su última novela, La muerte como efecto secundario (Buenos Aires: Sudamericana, 1997), supera —por su hondura y su desgarrado dramatismo— todo lo que hasta ahora Shua había publicado y la coloca en la primera línea de la nueva narrativa argentina. Su tema no puede ser más trágico y trascendente: la muerte; o, mejor, el doloroso proceso de morir, la larga agonía que los seres humanos enfrentan sobre todo ahora, debido a los avances de la ciencia y a las cuestiones éticas que eso plantea en un mundo que sólo tiene soluciones genéricas al hecho más privado de todos.

La historia es simple y terrible: un padre, ya viejo y enfermo, se aproxima al final de sus días y este triste espectáculo es registrado por el hijo, un hombre frustrado que ya ha “cruzado la línea de la mitad de la vida” (33), en una especie de larga carta que le escribe a su ex-amante, una mujer casada que nunca aparece en escena pero que es fundamental en el relato. Desde la primera página se hace evidente que la relación entre padre e hijo es de profundo resentimiento, desconfianza y quizá del más puro odio. El padre es una figura dominante y abusiva, que ha usado su poder para aplastar al hijo incluso cuando lo ayuda con dinero, el bien que el viejo más atesora. Aun con su presente debilidad física, el padre se le aparece como más alto, más corpulento, más atractivo que él, siempre avergonzado de sus piernas flacas y su calvicie. En todo, el padre no ha hecho sino humillarlo y su amor paternal ha sido el mejor modo de lograrlo. El hijo escribe: “Nadie puede humillarte como tus padres. Nadie más en el mundo tiene ese gigantesco poder: el mismo que tenemos sobre nuestros hijos” (27). Asistir al ocaso del padre es, para él, una morbosa venganza; goza con “[l]a idea de que ahora va a sufrir, la idea de que, enteramente maniatado, incapacitado para defenderse, esta vez las va a pagar por todas. Mi torturador atado al potro” (57).

A través de su testimonio vamos ingresando al oscuro mundo del hijo, sus relaciones familiares y eróticas: nos enteramos de modo algo indirecto que se llama Ernesto Kollody y que tiene hijos, de los que apenas habla; que su madre, también de edad avanzada, está volviéndose loca; que tiene el raro oficio de maquillar muertos, tarea de la cual está bastante orgulloso y que combina con la de guionista en una absurda película que un amigo rico jamás terminará; que su única hermana Cora es un ser emocionalmente inmaduro, casi incapacitado por la enorme presión que el padre ha ejercido sobre ella; que él tiene otra amante, una mujer llamada Margot, que aunque le es infiel de una manera casual, es quizá el único personaje simpático de la novela, etc. Pocos detalles sabemos sobre su relación con la ex-amante, que es ahora su corresponsal, porque los mezcla con su angustiosa situación presente y les otorga un matiz dudoso. Hacia el final, del modo más ambiguo, como si no quisiera aceptarlo del todo, llega a mencionar algo del padre en relación con ella que no conviene revelar a los que no han leído la novela, porque juega un papel decisivo en su conclusión.

De toda esta opresiva historia de amores y odios feroces y devastadores lo que emerge es la confesión del fracaso de un hombre que, ya muy tarde, sigue buscando un sentido a su vida en un mundo de emociones, realidades y expectativas que tampoco lo tienen. En su desesperación llegará a pensar—muy freudianamente—que sólo lo alcanzará si mata a su padre. Admite que la muerte natural no le parece suficiente: “Mi padre habrá muerto más feliz de lo que se merece. Y otra vez, como siempre, mi vida no tendrá sentido” (175). Este drama personal se agrava porque la situación que la rodea es amenazante y sórdida: la acción ocurre en una Buenos Aires que parece una siniestra proyección fantástica de la realidad presente, pues sus males se han agudizado. Es una ciudad peligrosa, donde sólo circulan taxis blindados; ha sido dividida en barrios tomados, cerrados y tierra de nadie; hay un clima de violencia generalizada y uno de los mejores negocios estatales son las Casas de Recuperación donde los ancianos van a morir.

Describir así la novela tal vez no le haga justicia porque sugiere que es estridente, sobrecargada, melodramática. La clave de su valor artístico está en el modo preciso como la forma narrativa vierte ese material. Por un lado, el tono está admirablemente sostenido a lo largo de toda la novela (o de casi toda ella, porque hay una transición en el último tramo), un tono traspasado por la elegíaca tristeza del fracaso, el olor de la muerte y la decadencia de todo. Hay un notable control emocional de un asunto que se presta al desborde; así, la frustración y el rencor contenidos suenan todavía más perturbadores que si explotasen del todo. La vida del narrador consiste en tramar ardides y distracciones que le permitan sobrellevarla sabiendo que el peso que carga es excesivo. Aquí y allá aparecen incluso unos leves toques de humor helado, que temporalmente lo alivian: Ernesto observa que “los cadáveres no necesitan que la dentadura les quede cómoda” (87) y comenta que Cora quería “vivir en el campo: pero el campo de sus sueños se parecía curiosamente a una cancha de golf” (112). Por otro lado, el recurso de que lo que leemos esté destinado a otra persona y que todo el mundo novelístico esté exclusivamente filtrado por una conciencia tiene el resultado decisivo de hacerlo parcial, interesado, quizá sospechoso y teñido de irrealidad en un grado que no podemos determinar. ¿Es en verdad tan terrible el padre como él dice? ¿Está su propia vida tan arruinada como él cree? No lo sabemos y eso crea un juego inquietante entre el nivel ficticio y un testimonio que, por ser autobiográfico, pretende estar ligado a la realidad. El mismo le dice a su destinataria: “no me importa ahora ser arbitrario, digresivo, tironear del fino hilo del relato hasta abusar de su resistencia, de la tuya” (19). Y en otra parte: “¿Tengo que seguir fingiendo que te escribo? ¿Tengo que seguir mintiéndome que alguna vez vas a leer esto?” (34). Como el relato es el único modo de recobrar el dominio sobre su propia vida, ordenándola o desordenándola a su antojo, ¿qué es lo que realmente estamos leyendo sino una novela, una ficción construida a partir de vidas imaginadas? Hay un pasaje clave en el que, después de hablar de su relación con Margot y de la infidelidad de ésta, concluye que su acto “no fue más que un intento de probarme su existencia, cuya realidad en mi conciencia sentía amenazada. Creo que fracasó. Margot no existe” (83). En otro momento llega a pensar que lo más importante en su vida, lo único real es una fiesta de disfraces en la que va a lucir su habilidad de maquillador. Así como un novelista inventa sus personajes, así él bien puede haber inventado esa relación con el padre y todas las otras para justificarse ante sí mismo y ante la mujer que ama. Dentro del relato se deslizan además citas o ecos de obras literarias: la “torpeza graciosa” (48) de Margot se parece a la “graciosa torpeza” de Beatriz Viterbo en El Aleph; el símil “como agua del manantial” (106) proviene del Martín Fierro, etc.

La estructura de la novela consigue algo muy difícil: renovar el interés del lector en las vueltas y enredos que teje cada capítulo, al mismo tiempo que la línea central se mantiene nítida como elemento organizador; no hay un solo momento en el que tengamos la sensación de estar ante material prescindible. La tensión es constante pero variada y llena de sorpresas. El proceso se acelera al final, las acciones se precipitan y adquieren, en el último capítulo, un matiz del todo delirante. Sólo un capítulo (el 21, que narra el secuestro del padre alojado en una Casa de Recuperación) parece menos convincente que el resto, quizá porque está narrado de modo indirecto. Así, esta novela presenta elementos que encontramos en diversos subgéneros (la novela existencial, la psicológica, la de anticipación fantástica, la policial, etc.) y los fusiona con una rara habilidad para hacerlos todos verosímiles y necesarios. Y algo más, que es ahora casi una novedad: la autora adopta una voz masculina de cuyos argumentos y reflexiones podría decirse lo mismo que él dice de sus opiniones sobre la contradictoria situación de la mujer en el presente: “mi razonamiento no tenían intersticios” (120).

* José Miguel Oviedo es crítico, ensayista, narrador, y Profesor Emeritus del Departamento de Lenguas Romances de la University of Pennsylvania en Philadelphia. Ha publicado trabajos sobre la obra de Martí, Vargas Llosa, García Márquez, Fuentes, Paz, Cardenal, Cabrera Infante, Mutis, Borges, Cortázar y Ferré, entre muchos otros autores latinoamericanos. Entre sus muchos artículos y libros, sus publicaciones más recientes incluyen: Antología crítica del cuento hispanoamericano del siglo XIX (Madrid: Alianza, 1989), Antología crítica del cuento hispanoamericano del siglo XX (Madrid: Alianza, 1992, en dos volúmenes), y Historia de la literatura hispanoamericana (Madrid: Alianza), cuyos dos primeros volúmenes fueron publicados en 1995 y 1997 y los dos últimos en 2000.
NOTAS

1. Con el permiso del autor, publicamos este ensayo que apareció primero en: Cuadernos hispanoamericanos 571 (1998): 153-57.