9 de Abril de 2025
Portal Educativo de las Américas
  Idioma:
 Imprima esta Página  Envie esta Página por Correo  Califique esta Página  Agregar a mis Contenidos  Página Principal 
¿Nuevo Usuario? - ¿Olvidó su Clave? - Usuario Registrado:     

Búsqueda



Colección: INTERAMER
Número: 70
Año: 2001
Autor: Rhonda Dahl Buchanan, Editora
Título: El río de los sueños: Aproximaciones críticas a la obra de Ana María Shua

La trama de La muerte como efecto secundario (1997), cuarta novela de Ana María Shua, se dinamiza a partir de una clave ideológica aparecida en la conclusión de su novela anterior, El libro de los recuerdos, que se señala de la siguiente manera: “Porque, para quien no cree en otro mundo, la vejez es el infierno” (200).1 Esta expresión sintetiza los sentidos de precariedad, deterioro y desencanto reconfigurados luego en La muerte como efecto secundario. Así, es factible inscribir este último texto en una vertiente narrativa que opera dentro de los parámetros del discurso finisecular sesgado hacia una visión postmoderna de apocalipsis.

Analizaremos aquí algunas instancias en que los planteamientos estéticos e ideológicos de La muerte como efecto secundario se intersectan con ese discurso finisecular que recoge y problematiza principalmente imágenes alusivas, según diría Nietzsche, al “irreflexivo y enloquecido quebrantamiento y desmantelamiento de todos los fundamentos”.2 En consecuencia, estas imágenes evocan también la dislocación de las relaciones individuales y sociales, la confusión entre la realidad y la apariencia, la decepción, la incertidumbre con respecto al presente y el temor al futuro. Además, la ponderación y síntesis de estas expresiones ideológicas conduce a una visión caótica de un mundo urbano desacralizado, contaminado, y esquilmado. Por lo tanto, nos referimos a un discurso en que abierta o subrepticiamente se incorporan las sospechas de apocalipsis que impregnan nuestro clima cultural y nuestra imaginación.3

En todo caso, Ana María Shua toma distancia con respecto a la visión de un fin cataclísmico rotundo y colectivo, de rupturas netas y “nuevos tiempos” definitivos, que corresponde al imaginario apocalíptico tradicional. Como es de esperar en la actualidad de gestos postmodernos, los temas, las figuras y los motivos apocalípticos se incorporan en la novela mediante derivaciones minimalistas y degradadas del discurso apocalíptico “original,” que Janet Pérez explica en los siguientes términos:

El significado original del vocablo griego apokalipsis era revelar, sea una revelación del futuro o de mundos desconocidos, celestiales o infernales, de acuerdo con su uso en el Nuevo Testamento. La fuente principal de motivos apocalípticos la constituyen las alegorías del “Libro de Revelaciones,” con su gran batalla definitiva entre las fuerzas del Bien y del Mal, los monstruos y bestias sobrenaturales, el papel de profetas y visionarios, el significado del mágico número 7, el motivo del viaje celestial, y una estructura temporal basada en milenios. Dicho conflicto entre el Bien y el Mal acontece entre sucesos percibidos como “últimos” y signos maravillosos: catástrofes, portentos astrológicos, y desastres políticos (invasiones, guerras, persecución), percepciones de muerte inminente, y una creencia generalizada que se avecina el final de todo, cuando la gran batalla cósmica dejará paso al Juicio Final y una Nueva Edad de carácter trascendente (41).

Por su parte, Ana María Shua indaga en las señas de una pérdida personal y pública desarrollada de manera gradual, compleja y paradójica. La autora argentina ficcionaliza una desintegración moral, ideológica y material que cruza la cotidianidad metropolitana finisecular de gestos postmodernos. Esa cotidianidad se ubica en “una Argentina posible, en donde todo lo que podía ir mal, fue mal: es decir, un anticipo cruel de lo que está pasando aquí y ahora” (contraportada). Para expresar en términos figurativos esta forma minimalista de reciclaje contemporáneo del imaginario apocalíptico, se podría afirmar, con palabras de JoAnn James, que Ana María Shua elabora un discurso narrativo en que el “golpeteo de los cascos de los caballos de los Cuatro Jinetes del Apocalipsis no sólo truena a través de África, la India y las naciones del Medio Oriente, sino también en nuestros dormitorios, ‘entre el deseo y el espasmo’” (2, traducción mía). En consecuencia, es plausible sostener que los personajes principales de La muerte como efecto secundario comparten la sensación de ultimidad acechante, pero también morosa y cotidiana. Coinciden, entonces, en la experiencia de conspicua resonancia apocalíptica de estar al final del camino, es decir, de sentirse acosados por el caos ambiental y las limitaciones físicas además de estar enredados en relaciones de poder obsesivas y paradojales, entre las cuales se vislumbran sólo precarios fragmentos de un impulso de reintegración y renovación o “nuevos tiempos,” que conforman otro aspecto propio del imaginario apocalíptico.

Más específicamente, la mirada apocalíptica postmoderna en esta novela se dinamiza, en especial, a partir de la configuración con rasgos de antihéroe finisecular a ultranza del protagonista llamado Ernesto Kollody. En el plano de la caracterización directa y de la anécdota central del presente narrativo correspondiente a unos pocos meses de un futuro cercano a nuestra época, Ernesto encarna a un argentino cincuentón, separado, con hijos en el extranjero, pusilánime, confuso, con una “incapacidad para la acción” (148) y enamorado de una mujer casada que lo ha abandonado. El rasgo existencial más significativo de este personaje antiépico consiste en que ha sobrellevado la mayor parte de su vida a la sombra de un padre autoritario, despiadado y manipulador, “dispuesto a controlar incluso nuestros sueños” (196), según afirma Ernesto refiriéndose a sí mismo, a su madre que “se había vuelto loca en silencio” (41) y a su hermana Cora, “víctima y parásito” del padre (29), además de solterona de media edad, cuyo “atractivo físico está dejando de acompañarla” (112).

El texto se estructura precisamente en base a un discurso epistolar, correspondiente a misivas escritas por Ernesto y dirigidas a su ex amante. Por lo general, ese discurso alude a la interacción traumática del protagonista con su padre, que se intensifica en su perfil tóxico cuando se engarza con un clima sociocultural en crisis endémica. La estrategia discursiva en cuestión permite que el presente inicuo y desolador se vaya entrelazando y contrastando efectivamente con los recuerdos intermitentes de la relación clandestina pretérita del protagonista y su ex amante. Esa relación conforma una de las pocas experiencias que Ernesto evoca con tonalidad utópica si se compara con la visualización de la yerma cotidianidad del presente novelesco. Segmentos narrativos como el siguiente ilustran esta observación: “Después soñé muchas veces que alguna vez podríamos estar juntos, vos y yo, en un lugar así: tu cuerpo desnudo hendiendo el agua de la pileta en un crowl perfecto, colmado de esa gracia poderosa que exhiben los atletas, deslizándose sin esfuezo. Las gotas, después, sobre tus pechos, concentrándose primero y evaporándose lentamente al sol” (219). Este contrapunto temporal y situacional permite la entrada al texto de una perspectiva lateral para ponderar el sentido de ultimidad mencionado. En este caso, tal sentido de ultimidad cataliza la noción del deseo fatalmente incumplido y la imposibilidad de estabilidad del sujeto.

El corpus de cartas que escribe Ernesto puede percibirse (en jerga apocalíptica) como un “Juicio Final” individualizado que aquél entabla en contra del viejo Kollody. Representaría un ajuste de cuentas que arrastra con una desconcertante e insidiosa revelación, sugerida casi al final del texto narrativo. Ésta consiste en una rivalidad entre padre e hijo que incluye una suerte de triángulo amoroso. En otras palabras, al parecer existía una preferencia por parte de la amante del protagonista con respecto al anciano. Por lo tanto, como es de esperarse, el entendimiento de esta situación agrava y complica los desencuentros y las contradicciones entre padre e hijo. El redactor de cartas se refiere a sus sentimientos al respecto con un lenguaje apocalíptico como podemos apreciar a continuación:

Muchas veces pensé que quería matar a mi padre. Matarlo sin dolor. Cortar en pedazos su cadáver, quemarlo, destruirlo, hacerlo desaparecer de este mundo.

Cuando decidiste irte, por ejemplo, para no tener que elegir entre él y yo. [. . .] quiero matarlo porque alguna vez lo deseaste, quiero matarlo porque se me da la gana” (229).


Digamos de paso que dicha revelación deja al lector con una complicación interpretativa adicional con respecto al texto narrativo en su conjunto; lo cual quizás aportaría a ese motivo de la inestabilidad y la incertidumbre a que en distintas dimensiones alude la novela.

Con tal enjuiciamiento, Ernesto juega el papel de condenador en lugar de condenado. Busca denigrar a su padre junto con descalificar furtivamente la supuesta inclinación de la mujer por el más anciano de los Kollody. En fin, Ernesto intenta conseguir dicho objetivo para imponer un orden tanto en su fuero interno como frente a su ex amante; lo cual de paso facilita la entrada de una perspectiva autorreflexiva en torno al mismo acto de escribir:

Pero hay tantas horas de mi vida de las que nunca pude hablarte, que no me importa ahora ser arbitrario, digresivo, tironear del fino hilo del relato hasta abusar de su resistencia, de la tuya. Durante muchos años viví para contarte lo que vivía y cada acción o pensamiento se iba transformando, en el momento mismo en que sucedía, en las palabras con que te lo iba a describir, como si incluirte así, aunque fuera como oyente, en mi historia, hiciera de todo azar y confusión un orden coherente, le diera un sentido al caos de la realidad. (19-20)4

Paradójicamente, este acto escritural que busca construir y ordenar significados desde el caos, aparece motivado por el espíritu utópico de viejos tiempos como si una fuerza extraña y vital del personaje viniera de aquello que se le ha negado. Acudiendo de nuevo a un lenguaje apocalíptico (y autorreflexivo), nuestro antihéroe de fin de siglo plantea al respecto:

Ahora, por primera vez, desde el último lugar sobre la tierra, te estoy escribiendo una carta.

No sé cómo es tu vida, no sé qué voy a encontrar cuando te vea, pero sé que te voy a buscar para algo que no me vas a negar: para que tanto escribir tenga sentido. Para que me leas.

¿Dije que quería matar a mi padre? Te mentí. Lo único que pretendo es dejar de compartir con él este universo.

Por eso voy a crear un mundo nuevo. [. . .] y mis palabras de aquí en adelante serán la prueba de que ese mundo que imagino es posible. (234-35)

En términos conceptuales, podemos acotar que el discurso epistolar de Ernesto se enfoca en el conflicto factible de designar con el binarismo entre condena y redención. En primera instancia, este conflicto se cataliza particularmente en los personajes principales (Ernesto y su padre) de manera alterna, contradictoria y, en cierto, modo enigmática. El impulso inicial de esta oposición binaria que implica dos conceptos esenciales del imaginario apocalíptico, surge de la excesiva e imprecatoria preponderancia que logra la figura paterna en la vida del protagonista. Esto se ilustra, por ejemplo, en el siguiente comentario del narrador protagonista al referirse de nuevo a su propia escritura: “Estoy dando vueltas, tomo todas las curvas posibles y no hago más que seguir una espiral plana que siempre me conduce —¿nos conduce?— hasta el único centro posible. Mi padre” (38-39). Y de este “centro” fluye la condena hacia el personaje principal en la forma, por ejemplo, de la humillación personal. Ésta se trasluce sumariamente en la acotación de mayor alcance retrospectivo de Ernesto: “Con una carcajada eterna [mi padre] se reía de mi pequeñez, de mi inocencia, de mis dudas, de mis piernas flaquitas, de mis esfuerzos por desarrollar los músculos andando día y noche en bicicleta. Como siempre, se reía de mí” (201).

De este modo, el protagonista narrador ofrece varias señales que conforman la isotopía de la condena (asociada al padre), que en múltiples direcciones repercute en los personajes. Una presentación figurativa clave de dicha condena surge de la descripción del intestino obstruido por un tumor que afecta al viejo. La enfática mención de este factor al comienzo del texto constituye un indicio de la preponderante significación que adquiere en la trama en general. El narrador presenta de la siguiente manera esta situación, que de acuerdo a nuestro análisis podría considerarse una expresión minimalista de apocalipsis individual: “Así, como un efecto óptico, como una mancha de sol en la retina que baila, brillante y molesta, delante de los ojos, veía yo, constantemente, en colores que cambiaban del negativo al positivo, la foto en colores del tumor que obstruía el intestino de mi padre” (9). Irónicamente, la figura patriarcal como generadora de condena (hacia otros) se diagrama a partir de una horrenda precariedad.

El narrador enfatiza la complicada dependencia que experimenta con respecto a su progenitor detallando la desastrosa condición física del padre al mismo tiempo que destaca la testarudez y el sesgo dictatorial de éste: “Mi padre huele a mierda. [. . .] Un tajo horrendo, carnicero, le une el vientre con el ano, ahora inútil. [. . .] —Esta vez te creíste que sonaba—me dijo con increíble alegría. Pálido, despeinado, con cara de cadáver y una voz de campanas al viento. — ¡Falta para que te libres del viejito!” (42). En fin, en este perfil de la condena se incorpora de manera relevante la “ley del padre” y se refuerza con acotaciones como las siguientes: “hasta en el momento de desdicha quiso siempre ganar mi padre, exactamente igual que en todo lo demás” (15).

Esta “ley del padre” se dibuja en el texto mediante un paralelismo con la figura del Anticristo, que, como es sabido, resulta crucial en el imaginario apocalíptico. Sin embargo, de acuerdo al estilo postmoderno desacralizador, el discurso narrativo analizado en la figura del padre, es decir, el viejo Kollody, se refleja un Anticristo criollo, deslavado, decrépito, con audífonos y dentadura postiza, cuya “sonrisa con montura de plástico imitación carey” (96) o, si se quiere, cuya “sonrisa de acrílico extrañamente joven, absurdamente blanca” (180), conforma un leitmotiv de la narración, leitmotiv que evoca, entre otras cosas, una constante combinación de falsedad y decadencia. Como se puede apreciar, en el mundo acotado no hay mucha escapatoria para quienes lo componen, ni siquiera para los que pretenden adjudicarse mayores dosis de poder. En este predicamento, la figura patriarcal (de potencial alegórico) moviliza la ira y la destrucción para los demás, pero también materializa los signos del descontento y el deterioro vueltos hacia sí mismo. A saber, el sentido apocalíptico de ultimidad (parafraseando nuestro epígrafe) mantiene ilimitado dominio sobre todos, aunque sea de forma lenta y desdramatizada.

El intestino obstruido del viejo constituye una metáfora del impasse existencial del protagonista. El desplazamiento dual de los efectos de dicha anomalía corporal del viejo consiste en que por un lado ésta obviamente perturba al padre mientras que, por otro, transforma la vida del hijo en una constante pesadilla. Instiga en éste la percepción de que “la vida es una herida absurda” (101). Aún más, como se deja de manifiesto en forma explícita en el texto, ese intestino obstruido tiene un paralelo con condenas que afectan al contexto en que se mueven los personajes principales. Así lo expresa de manera directa el narrador:

jóvenes y viejos destruyen su propio entorno, se destruyen sistemáticamente a sí mismos y sin embargo, en lugar de desaparecer a fuerza de canibalismo, se reproducen y crecen como una mancha sucia de bordes deshilachados, uno de los tumores que invade la ciudad como aquel bulto negruzco, que brillaba en la foto del intestino de mi padre. (165-66)

La otra faceta del conflicto relacionada con la redención o la posibilidad del individuo de restituirse, se resuelve también de manera contradictoria y ambivalente en dos vertientes del discurso narrativo. Una vertiente corresponde a la anécdota misma, y la otra, al acto de la enunciación narrativa (a que nos referimos ya en parte). Si extrapolamos, es factible concluir que la anécdota dramatiza esencialmente la caída del sujeto finisecular, aunque a su vez da cuenta de los intentos (ambigüos) de su recuperación, especialmente cuando el protagonista va más allá de los deseos de matar a su padre. En efecto, se propone ayudarlo a escapar de los tormentos que sufría en un siniestro geriátrico obligatorio entre muchos que abundan en la ficcionalizada capital de Buenos Aires. Me refiero a los geriátricos llamados eufemísticamente “Casas de Recuperación,” cuyos pacientes aparecen siempre con “la mirada perdida y atormentada,” aislados, sin “ningún interés en comunicarse entre sí” y en la mayoría de los casos con serios problemas mentales (122). Se trata de recintos donde por obligación deben ingresar los más viejos bajo contrato de entregar todos sus bienes para solventar los gastos en que allí incurran. En la Casa de Recuperación en que internan al viejo Kollody, por ganancias financieras intentan prolongarle sin piedad la agonía al punto que paradojalmente la misma muerte para él comienza a visualizarse sólo como “efecto secundario,” digámoslo así para optar por una de las posibles correlaciones significativas del mismo título del texto en análisis.

Entonces, en el presente del relato, el padre de Ernesto aparece sometido con saña “a la más penosa de las humillaciones: la enfermedad y la vejez” (178), descritas en tono apocalíptico como implacables anuncios del infierno. En efecto, poco después de una terrible operación de cáncer intestinal, el viejo es internado en un geriátrico de Buenos Aires, donde se sigue “hundiéndose en un pantano que se negaba a asfixiarlo del todo” (126). Tal como lo había prometido, Ernesto consigue sacar a su padre de ese lugar pesadillesco para ayudarlo a morir en paz. En todo caso, y a pesar del impulso casi irracional del protagonista por redimir de algún modo al viejo, las penurias de éste repercuten también como siniestro “efecto secundario” en la vida de Ernesto, haciéndola cada vez más complicada y mortificante. De este modo, el protagonista experimenta sentimientos encontrados que fluyen a veces hacia intensos deseos de matar al padre, los cuales se expanden con los celos del hijo. Este Otelo argentino se adentra de tal modo en esa condición apocalíptica que, en terminología niestzscheana, podría graficarse como la viscosidad sin fondo de la catástrofe.

Si retomamos el hilo de la proyección simbólica de la novela, es factible agregar que la caracterización del personaje principal dialoga con la noción apocalíptica nietzscheana ya anotada del quebrantamiento y desmantelamiento de todos los fundamentos. Esta situación se correlaciona con el clima cultural postmoderno donde se restringe el espacio para las pretenciones totalizantes de la razón y las grandes ideologías, y en su lugar proliferan los sentidos de fragmentación e inestabilidad. Además, en ese clima cultural la identidad individual y colectiva es percibida como un juego de máscaras, un intercambio de simulacros. Se trata, en otras, palabras, de una época “vuelta exclusivamente hacia afuera” en que el sujeto “se desdibuja, se superficializa” (Roa 78, 80) y se desdibuja la división ontológica entre original y copia. Toda esta condición un tanto fantasmática confluye en el agotamiento y la deshumanización radical de las relaciones personales.

Un rasgo evocativo de dicho quebrantamiento de los fundamentos, consiste en las activivades profesionales del protagonista y las relaciones que se desprenden de ellas. En efecto, después de una descolorida “experiencia como escritor profesional,” consistente en la “redacción de prospectos medicinales,” Ernesto recibe un ofrecimiento de trabajo como guionista cinematográfico de parte de Goransky, un excéntrico millonario y supuesto “gran director” (21). Así, el protagonista forma parte de un proyecto de película sobre la Antártida, cuyo guión se había reelaborado varias veces y en el presente novelesco se continúa rehaciendo, ahora con su aporte, sin llegar nunca a una conclusión. El narrador expone de la siguiente forma una interconexión pragmática del proyecto cinematográfico con la noción de la falta de fundamentos que hemos aludido:

Cuando empezamos los protagonistas eran una pareja de chicos jóvenes, casi adolescentes, que llegaban a la Antártida formando parte de un equipo de investigación. A la semana siguiente se habían convertido en un padre y su hija y poco después en una mujer embarazada. Cada vez que estábamos a punto de completar la construcción—o, mejor dicho, el enunciado—de una historia coherente, Goransky sacaba un ladrillo de abajo y el edificio se caía. Me llamaba a las tres de la mañana. (25)

Como lo insinúa este segmento narrativo, el guión en sí mismo adquiere la textura de un juego de simulaciones o un ejercicio virtual, fantasmático, que niega la posibilidad de organizar y fijar las ideas en una historia verosímil, fundamentada, si extrapolamos, en alguno de esos “grandes relatos” de la modernidad que contemplan un proyecto utópico unificador y consolador, según diría Jean-François Lyotard (37-38).

Esta ficción sobre la ficción de Goransky, que insinúa al lector la idea del desmantelamiento de los fundamentos, alcanza su clímax en la espectacular y, en última instancia, apocalíptica fiesta de disfraces alusivos al continente Antártico que, como se dijo, resulta ser el tema del supuesto trabajo fílmico. Haciendo gala de su solvencia económica y su capacidad de manipulación de la empresa cultural y sus representantes, Goransky ofrece una suntuosa fiesta a los medios de comunicación y a la gente del jet-set criollo para celebrar la pronta filmación de la película, cuyo guión final hasta ese momento estaba sólo en su mente proclive a las disociaciones. La vertiente narrativa que recoge estas escenas (de cariz metaficticio en la trama misma) dispone al lector a ponderar la interconexión de ellas con ese clima altamente artificial e incierto de la cotidianidad finisecular transformada en un caótico mercado de símbolos. En este referente contextual relativo a nuestras formas culturales postmodernas de perfil apocalíptico, diría José Joaquín Brünner, la velocidad de los signos, su producción en masa de su consumo instantáneo, refuerzan el sentimiento de inestabilidad, de falta de fijeza y profundidad (15) y, según Martín Hopenhayn, tienden a una maximación del despliegue de las bellas apariencias, a una hiperproductividad de la forma (113).

Para reiterar el concepto de la falta de fijeza y profundidad o, en otras palabras, el desfondamiento de los grandes sentidos que asociamos al protagonista (y a través de él, en clave de sinécdoque, a su contorno social), cabe mencionar que esta fiesta de disfraces corresponde al acto más público e intenso que se registra en el quehacer de Ernesto durante la trama central de La muerte como efecto secundario. Es decir, el lector se familiariza con un personaje que incursiona en lo social principalmente de una manera tangencial y velada por la impostura, como sucede con su participación en la fiesta misma que en su forma y propósito pondera lo ficticio con alcance público. Con ese evento se intersecta el dilema privado entre Ernesto y su padre que se sintetiza en la reafirmación del protagonista de no vivir más que para “desmentir o conquistar a su propio padre” (228). El viejo Kollody se infiltra en esa celebración después de escapar de la Casa de Recuperación con ayuda de su hijo:

Allí, en lo alto de la improvisada escalinata por la que tenían que pasar y eran anunciados todos los invitados, con heraldos y fanfarria, junto a Goransky que lo sostenía tomándole el brazo, estaba mi padre. Sin disfraz. Sin maquillaje. Avanzaba lentamente, apoyado en el bastón, con su paso de viejo fuerte, el pelo largo y la barba blanquísima. Magnífico en su espléndida vejez (211).

El narrador describe otros detalles de este episodio en un tono apocalíptico. Para hablar de su padre, Ernesto se apoya en un juego intertextual que como tal trae ecos de otros textos que, a su vez, contienen fragmentos de apocalipsis. Éste es el caso del cuento de Poe, “The Masque of Red Death,” cuyas señas apocalípticas se integran en este segmento narrativo de La muerte como efecto secundario:

Había muchos viejos en la Fiesta, diversamente simulados o exagerados, pero ningún auténtico Viejo dispuesto a lucirse a cara limpia, en su majestad plena. Era la Máscara de la Muerte Roja sembrando el terror, trayendo la peste, el dolor y la muerte a los desaprensivos convidados del príncipe. Sólo que su cara no parecía una máscara (era la única que no lo parecía) y nadie intentaría arrancársela sólo para descubrir que abajo había más que el vacío. Era la Muerte Roja Misua paseándose en todo su esplendor. (212-13)

De esta manera (intertextual) se pulsa también la nota del juego de permutaciones que, por extensión, alude también a ciertas características del trabajo en torno al guión de la película, cuya supuesta filmación se celebra.5

La participación del viejo en este evento funciona como un extemporáneo “rito de formación” para él, al mismo tiempo que este personaje se reinscribe en el campo semántico de la condena. Queda insinuado que para alcanzar los “nuevos tiempos,” el anciano Kollody necesita confrontar el intercambio caótico de ambivalencias, ambigüedad y yuxtaposiciones (como el que toma lugar en la fiesta), aunque lo haga con signos paradojales que aportan a los síntomas de ese mismo caos representado en la fiesta. En efecto, en dicho contexto festivo y travieso, su propia figura discordante, sin máscara ni maquillaje, incorpora un retazo crudo de realidad. Asimismo, induce el paroxismo carnavalesco que incluso se exacerba con la brutal intervención de algunos esbirros de las Casas de Recuperación; los cuales, a punta de pistola y ante el pavor generalizado de los invitados, intentan llevar de vuelta al viejo a una de esas instituciones. Pero éste consigue escapar hacia supuestos “nuevos tiempos” que consisten en una convivencia con los Viejos Cimarrones; quienes han logrado librarse de las Casas de Recuperación y habitan en villas autosuficientes, semiclandestinas, lejos de la metrópolis. Finalmente, el viejo y Ernesto se instalan en una de estas “zonas tomadas” después de una serie de peripecias pesadillescas para llevar a efecto dicho escape. Sin embargo, esta supuesta liberación tiene su contrapartida ya que tal comunidad se delata vulnerable a los signos del infierno provenientes del caos urbano. Esos signos se anuncian mediante el comportamiento de los mismos Viejos Cimarrones: “Son ávidos, suspicaces, se odian unos a otros y están en una permanente, silenciosa lucha por el poder” (227). Este es el contexto espacio-temporal específico en que el otrora guionista cinematográfico emplea su talento de escritor para elaborar las cartas a que nos hemos referido.

Otro oficio que desempeña el protagonista (desde mucho antes de unirse a los Viejos Cimarrones), además de ser guionista, es el de maquillador de cadáveres y de participantes en fiestas o eventos artísticos. Las dos profesiones de Ernesto se entroncan también con la supuesta filmación de la película y la fiesta de Goransky. Al tener éste la impresión de que las ideas del argumento cinematográfico no se organizaban, culpa a Ernesto y lo destituye de su puesto de principal guionista. Luego, para aprovechar una larga experiencia del protagonista en el rubro del maquillaje, lo ocupa como maquillador del elenco de actores, y como preámbulo de esto le encarga el maquillaje y los disfraces de los invitados a la fiesta. El protagonista narrador comenta de la siguiente forma algunos detalles de su labor como maquillador pagado ahora por Goransky:

Habría Focas, Morsas, Ballenas, Caribús, Petreles, Huskies, Renos, atrevidas jóvenes Pingüinas y recatados Osos de cierta edad. Los originales de siempre se vestirían de Iglú, de Trineo, de Témpano y hasta de Tormenta de nieve. [. . .] Iba a tener que estudiar ciertos efectos, el brillo de la grasa con que se untaban los esquimales por ejemplo, y averiguar si se pintaban la cara para las ceremonias guerreras o religiosas. (108-09)

Como se refleja en esta acotación, resulta diáfana también aquí la función metafórica de esa labor de maquillador con respecto a una condición sociocultural desmantelada de fundamentos, en que todo es aparentemente intercambiable y nada mantiene un valor intrínseco.

El efecto acumulativo de este tipo de relaciones ubica de nuevo al lector frente a la proyección ideológica del simulacro. Pues, con ellas se dinamiza una proyección sociocultural que “supera la división entre lo auténtico y lo artificial y, como tendencia escéptica, entre lo verdadero y lo falso” (Shöllhammer 33). Hacia esa proyección confluyen las mismas palabras de Ernesto cuando se declara a sí mismo como un experto en el “trabajo sobre la superficie exterior” (21); trabajo que, por ejemplo, hace imposible detectar hasta dónde llega la realidad de la vejez de un cuerpo o un rostro y “dónde empieza el artificio” (149). Irónicamente, una de las pocas “convicciones profundas” del protagonista gira en torno a esta profesión de la superficie y el artificio: “Por algo elegí o fui elegido por este extraño oficio de maquillador, al que quiero mucho [. . .] Yo soy, me siento maquillador. Necesito trabajar sobre la carne, sobre la piel” (36).

Esta ironía situacional vigoriza la imagen de la falta de fundamentos, distante de las esencias, que, parafraseando a Armando Roa, también incide en el sentimiento de ansiedad (predominante en la actualidad de gestos postmodernos) que atañe a la vivida fugacidad del tiempo y al existir preocupado—y a veces desesperado—por encontrarse el sujeto siempre alerta para no perderse el acontecer que se avecina (77). En La muerte como efecto secundario dicho sentimiento de ansiedad deriva en sórdido desencanto. En este derrotero, Ernesto con frecuencia formula declaraciones de este tono: “Y otra vez, como siempre, mi vida no tendrá sentido” (175), y reconoce ser acechado constantemente por un “sentimiento de sórdida tristeza” (147).

El sentimiento de ansiedad y desencanto, traducido también en incertidumbre y miedo al futuro, entronca con la circunstancia tangible e inmediata del personaje. En ésta despunta el deterioro material del espacio urbano como anuncio apocalíptico de ultimidad que acosa por varios flancos. Me refiero a la ciudad de Buenos Aires con pretenciones de megápolis dominada por un capitalismo exhausto, libre mercadista. Este sistema es caricaturizado mediante la figura del viejo Kollody, cuando en los momentos de mayor vulnerabilidad éste no deja de manipular e irritar a su hijo con ofrecimientos de préstamos de dinero en base a altos intereses a pagar antes de que Ernesto comience a usarlo. Con todo esto, la capital aparece cruzada por la alienación, las paradojas y los desequilibrios de connotación apocalíptica que se asocian a los lastres postmodernos de este fin de milenio. La novela de Shua, señala Fernando Reati, nos muestra una imagen perturbadora del futuro a través de la exageración de ciertos rasgos presentes en el modelo neoliberal (145).6 Más especificamente, agregamos nosotros, la novela construye un escenario de la paradojal precariedad de lo ultra moderno, del desgaste del progreso postmoral que surte efectos negativos generalizados.7 En este escenario el alarde tecnológico (correo electrónico, realidad virtual) cohabita con locutorios y aparatos telefónicos destrozados en las calles, “cuyos restos persisten todavía como ruinas de otras eras” (179); barrios exclusivos cerrados con caminódromos particulares colindan peligrosamente con las villas miserias y sus “casillas de cartón” (165); grandes empresas que mantienen sus propios ejércitos de seguridad privados y las cámaras de vigilancia que están en todas partes se disputan el espacio urbano con sectores de la población que generan ataques vandálicos, robos profesionales y tráfico de drogas; los medios de comunicación y entretención al parecer no ayudan a disminuir la proliferación de más y más pandillas idiotizadas “por el odio, o por el aburrimiento y la frustración” (165); y Casas de Recuperación que acumulan “cuerpos repugnantes y moribundos” (172), con “caras monstruosas en el terror del delirio”(173), que sólo piensan en “escapar, en salir hacia la libertad” (172).

En un plano político e ideológico más obvio, la novela constata la degradación apocalíptica implacable, aunque morosa, de las instituciones, agrupaciones y discursos solemnes, consoladores y, por ende, de gran tensión utópica. En efecto, en la imagen del país acotado en La muerte como efecto secundario, el Estado resalta como un organismo prácticamente nulo, aunque sí se le atribuye la deleznable labor de contubernio con las Casas de Recuperación. Con esto, el Estado puede usufructuar de algunos bienes de los ancianos pacientes. Asimismo, los representantes del Estado, es decir, el presidente, pasando por su gabinete y los miembros del partido oficialista, no logran la atención de los ciudadanos ni siquiera “combinando periodismo inteligente con números musicales y habilidades de comediantes” (11). Por otro lado, la emblemática agrupación por la defensa de los derechos humanos denominada las Madres de la Plaza de Mayo, en el presente de la narración queda reducida a una atracción turística en el corazón de Buenos Aires (102). Dicho de otro modo, esa agrupación militante se perfila como una expresión de la política como “evento.” Queda minimizada a un punto de entretención para olvidar los problemas de la cotidianidad, como podría ser uno de los cientos de canales de televisión en el cual nuestro antihéroe quiere “sintonizarse” con la mirada de su ex amante, ya que él tiene la certeza que los ojos de la mujer (ahora distante) van a pasar tarde o temprano por el mismo lugar en que están enfocados los de aquél (12).

Para resumir, digamos que Ana María Shua rediagrama literariamente la erosión del espacio urbano finisecular en cuanto al orden de las cosas materiales y de las matrices ideológicas. Realiza este cometido insinuando un paralelo de ese espacio con la noción de apocalipsis en el sentido de que éste no es más que una utopía negativa que se refleja en la cotidianidad acosada por un sistema socioeconómico despiadado. En esta perspectiva, en La muerte como efecto secundario la escritura constituye el vehículo mediante el cual se evoca la tensión entre la historia en crisis que nos condena y el rechazo a los mecanismos de aquella condena. Pero, la ficcionalización de ese enfrentamiento formulado con el binarismo apocalíptico de condena y redención no presenta en el texto una resolución definitiva ni mucho menos consoladora. En cambio, mediante una prosa certera, depurada y de ritmo sostenido, Ana María Shua sugiere una indagación en la compleja y paradojal cultura de este fin de milenio y, en particular, en el expansivo abatimiento postmoderno que nos instala (tal como le sucede a nuestro antihéroe al final de su historia) en un vacío entre la orfandad y la perplejidad.