9 de Abril de 2025
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Colección: INTERAMER
Número: 70
Año: 2001
Autor: Rhonda Dahl Buchanan, Editora
Título: El río de los sueños: Aproximaciones críticas a la obra de Ana María Shua


“Para quien no cree en otro mundo, la vejez es el infierno.” Con este duro aforismo concluye Ana María Shua su tercera novela El libro de los recuerdos (Buenos Aires: Sudamericana, 1994), sólo para volver a plantearlo en su más cruda realidad en su cuarta novela La muerte como efecto secundario (Buenos Aires: Sudamericana, 1997).2 En esta novela Shua conjura a todos los demonios que le han perseguido a través de su larga carrera literaria que abarca más de veinte años y todos los géneros literarios: poesía, cuento, relato brevísimo, novela, ensayo, guión cinematográfico, teatro, y textos de humor y leyendas de horror rescatados de la tradición oral judía. Shua reúne en esta novela sus obsesiones de cabecera, ofreciéndonos reflexiones sobre el amor y el odio, el sexo y la locura, la vejez y la muerte y la creación literaria en relación con la perenne búsqueda por la identidad y la libertad. La estructura de la novela se basa en una larga carta que Ernesto Kollody, el protagonista y narrador, le escribe a su ex-amante, una casada infiel que traicionó a él y a su propio marido con otro amante, para luego desaparecer, abandonando a los tres. Vamos a explorar en este estudio los principales elementos temáticos y discursivos que Shua emplea en La muerte como efecto secundario para construir un mundo utópico a pesar de todas las visiones apocalípticas que parecen desmentirlo. En particular, examinaremos las múltiples funciones de la carta como artificio en esta novela epistolar, considerando específicamente cómo el tiempo, la memoria y la escritura se reúnen para reconstruir el deseo, exorcizar los demonios y buscar la identidad, a la vez que reflexiona sobre el mismo acto de escribir como un ejercicio de futilidad y una forma de salvación.
En esta novela, como en sus novelas anteriores Los amores de Laurita (Buenos Aires: Sudamericana, 1984) y El libro de los recuerdos, vemos cómo los lazos familiares que unen supuestamente a padres e hijos, se convierten en un lazo corredizo de verdugo que termina por estrangular a los hijos, sofocándolos con nudos de odio, rencor y poder cuando éstos se rebelan y buscan independizarse fuera del círculo hogareño. En uno de los cuentos brevísimos de su antología Casa de geishas (Buenos Aires: Sudamericana, 1992), titulado simplemente “Ataduras,” Shua capta de manera precisa e irónica la fuerza que ejerce la familia sobre el individuo:
Muchos prefieren que se los ate y la calidad de las ataduras varía, como es natural, de acuerdo con el peculio de la gozosa víctima: desde lazos de seda hasta lazos de sangre. Y es que en el fondo nada ata tanto como la responsabilidad de una familia (ciertamente el más caro de los placeres-sufrimientos). (19)
Aunque el humor ha sido una de las armas predilectas de Shua, La muerte como efecto secundario provoca una mueca cínica en sus lectores en vez de las risas y carcajadas que normalmente acompañan la lectura de una obra suya. De hecho, hay poco de qué reírse de la historia morbosa de Ernesto Kollody, un maquillador profesional y guionista cinematográfico, divorciado y padre de dos hijos, quien se encuentra en el umbral entre la edad madura y la vejez, y sin embargo, todavía se siente dominado por su padre, una figura tiránica que sigue manipulando a sus hijos aún mientras sufre el agonizante proceso de morirse.
La novela se abre con un epígrafe que enumera las “reacciones adversas” que puede provocar la rifampicina, un antibiótico común recetado con frecuencia por los pediatras. La muerte aparece en la lista de posibles “efectos secundarios” al lado de otros de índole menos grave.3 Este epígrafe de tono frío y científico sirve de advertencia para el lector que lo que va a leer a continuación también le puede provocar “reacciones adversas.”
Tal como lo hizo en su primera novela Soy paciente (Buenos Aires: Losada, 1980), Shua adopta la voz masculina de su protagonista, empleando un tono íntimo, un lenguaje depurador y un ritmo vertiginoso para narrar en primera persona una historia de resentimiento familiar que, en manos de otro, podría haberse convertido en melodrama.4 Este dominio narrativo no se les ha escapado a los críticos que han reseñado la novela; por ejemplo, José Miguel Oviedo observa que “hay un notable control emocional de un asunto que se presta al desborde; así, la frustración y el rencor contenidos suenan todavía más perturbadores que si explotasen del todo” (155).
La acción se sitúa en “un Buenos Aires futuro, cercano y peligrosamente real” (cita de la contratapa) donde la violencia es una fuerza omnipresente en la vida cotidiana y la muerte acecha a la vuelta de cada esquina. Es una ciudad asediada cuyo mapa metropolitano señala los barrios tomados, arriesgados para los que no andan en automóviles blindados, y los barrios cerrados, que ofrecen un simulacro de tranquilidad para los que pueden darse el lujo de casas protegidas por barrotes electrizados y ejércitos privados de seguridad. Todas estas precauciones son necesarias porque hay bandas de ladrones profesionales y aficionados de todas las edades que asaltan, roban y matan a la gente sin provocación alguna.
No es la primera vez que Shua sitúa un texto suyo en el futuro. En “Viajando se conoce gente,” cuento que da título a su segundo volumen de relatos (Buenos Aires: Sudamericana, 1988), hay viajes turísticos por el hiperespacio al planeta Mieres para los que quieren enloquecerse con los Vlotis, unas criaturas extraterrestres que pueden comunicar “lo más ferviente del deseo” y evocar de la memoria “las más reprimidas imágenes” (131). Sin embargo, Shua insiste en que no hay nada de ciencia-ficción en su novela La muerte como efecto secundario. Ella explica en una entrevista que simplemente partió de la realidad actual, llevando las tendencias negativas de la sociedad a un extremo, “hasta las últimas consecuencias”:
Todo lo que hoy vemos que está funcionando mal, pero acentuado por el paso del tiempo. Un mundo insoportable. Si George Orwell en su novela 1984 quiso mostrar qué podía suceder en un mundo en el que el Estado fuera amo y señor de todo, en mi novela imagino el efecto contrario: qué puede pasar en un mundo donde reina la anarquía, donde el Estado existe pero no cuenta, donde rige una suerte de feudalismo en el que mandan las empresas que tienen a su disposición ejércitos privados. Muy parecido a nuestro presente. (Dubatti 3)
El dinero es lo que realmente reina en este mundo de desempleo, injusticia y desamparo, y, por lo tanto, por un precio, los con recursos económicos pueden crear para sí mismos una “realidad virtual” de aparente seguridad y bienestar. Por ejemplo, el narrador nos explica que hay caminódromos para los que desean dar un paseo sin temer por la vida:
hay muchos caminódromos en la ciudad, lugares protegidos que fingen ser un barrio cualquiera y en los que por una entrada módica es posible caminar hasta hartarse, recorriendo paisajes infinitos—o limitados—casi reales. Casi. Como cualquiera de esos sustitutos sintéticos que reemplazan a los alimentos naturales. Buenos para quienes no conocieron otra cosa y, para ellos, mejores incluso que la Cosa Misma. (18)
Como sugiere este pasaje, nada es cómo parece ser en este mundo desintegrado, sino una ilusión o simulacro de lo que quiere ser. Los políticos no gobiernan, y aunque el presidente da discursos por televisión asegurándole al pueblo que todo está en orden, en realidad, predomina el caos. Todo se ha convertido en un show de espectáculos, hasta las Madres de la Plaza de Mayo han llegado a ser una atracción turística, con marchas día y noche, no solamente los jueves, sino todos los días. La misma muerte se ha transformado en un espectáculo macabre para la televisión y un gran negocio para los camarógrafos aficionados que rondan las calles como paparazzi tratando de captar en video homocidios sangrientos para vender a los noticiarios, o suicidios horribles para entregar al Canal de los Suicidas.
Entre los ejecutantes que hacen a la vez su estreno y actuación final en el Programa de los Suicidas, abundan los viejos, ya que ellos prefieren matarse a internarse en una Casa de Recuperación, nombre eufemístico para los geriátricos obligatorios de los cuales no hay salida. En esta tierra de nadie donde el lenguaje “políticamente correcto” encubre la realidad, el enfermarse y el envejecerse son peligros que los ciudadanos tratan de esquivar a través de la cirugía estética y otras operaciones clandestinas, la tintura de pelo, la dentadura postiza y el maquillaje. El hecho de que Ernesto Kollody gana la vida como maquillador profesional, mejorando el aspecto físico de vivos y muertos no es gratuito sino, como señala Graciela Scheines, “gran símbolo, en una sociedad donde todo es apariencia, cosmético. Hasta los cadáveres deben tener buen aspecto, aunque ya esté por comenzar la descomposición” (3). Mientras algunos viejos, incluso el mismo Presidente de la República, andan con caras que reflejan “esa expresión extraña de los nuevos viejos” (12), otros pagan a médicos secretos para cuidarlos y ayudarles a morir en su propia casa.
El padre del narrador es uno de esos viejos que utiliza el dinero para manipular a todos: a su médico secreto, a su abogado, a sus hijos Ernesto y Cora, y a su esposa que vive sumergida en la locura de su propio mundo interno. El narrador pinta a su padre como un hombre cruel, una especie de Saturno que devora a sus propios hijos.5 Según Ernesto, su padre es un tipo autoritario y abusivo que siempre tiene que ganar en todo, en los negocios, en las relaciones personales y en el aspecto físico de su propio cuerpo. El narrador observa que “A partir de cierta edad, de cierto grado de impedimento físico, la verdadera cárcel es el cuerpo y todo otro encierro no es más que una consecuencia menor” (111). Sin embargo, su padre no acepta su propia mortalidad sino que se ríe a la muerte, y se rebela contra el sistema que quiere encarcelarlo en una Casa de Recuperación. Recurre a su arma favorita, el dinero, para apostar en contra del cuerpo que le ha traicionado con un tumor canceroso, y a favor de sus propias fuerzas vitales. Además cuenta con el poder que siempre ha regido sobre el hijo para involucrarlo en el plan de huir de la Casa de Recuperación e integrarse a la comunidad clandestina de los Viejos Cimarrones, establecida fuera de los límites de la capital por unos ancianos rebeldes que no quisieron morirse dentro de los geriátricos obligatorios.
Como toda buena obra literaria, La muerte como efecto secundario admite varias lecturas, como las que sugiere Oviedo: “esta novela presenta elementos que encontramos en diversos subgéneros (la novela existencial, la psicológica, la de anticipación fantástica, la policial, etc.) y los fusiona con una rara habilidad para hacerlos todos verosímiles y necesarios” (157). De hecho, el asunto anecdótico principal que narra Ernesto, es decir, la historia de cómo él le ayudó a su padre a escaparse de una Casa de Recuperación, incorpora muchos elementos del género negro, tales como la violencia, la muerte, los crímenes, las fugas, el sexo y la intriga, todo narrado con un ritmo accelerado, toques de humor negro y mucho suspenso. Los lectores aficionados a la novela policial encontrarán en su relato los ingredientes esenciales que les involucrarán desde la primera página, sosteniendo su interés por los treinta capítulos, sin soltarles del todo hasta la última línea de la novela.