<<Biblioteca Digital del Portal<<INTERAMER<<Serie Cultural<<El Río de los Sueños: Aproximaciones Críticas a la Obra de Ana María Shua<<Este mundo, que es también el otro: Acerca de Botánica del caos de Ana María Shua
Colección: INTERAMER
Número: 70
Año: 2001
Autor: Rhonda Dahl Buchanan, Editora
Título: El río de los sueños: Aproximaciones críticas a la obra de Ana María Shua
El microcuento rioplatense antes de Ana María Shua
Probablemente debamos a Macedonio Fernández y a Jorge Luis Borges los primeros microcuentos o, en sentido más amplio, minificciones, escritos en Argentina. Macedonio, que según Borges “escribía para mejor pensar,” encontró en la fulgurante brevedad el vehículo ideal para su genio. Borges, le dedicó “Diálogo sobre un diálogo” (784), en el que reinventa una de las míticas conversaciones que solían tener, y que constituye uno de los puntos más altos del género en el país. Sin proponérselo, cada uno de ellos inició una tradición. En Fernández, predomina lo que hoy llamamos minificción ensayística que, en su caso, es especulación metafísica muchas veces impregnada de un humor absurdo. Borges no desdeñó (ni mucho menos) la metafísica, pero prefirió expresarse más narrativamente y la mayoría de sus textos brevísimos pueden caracterizarse como microcuentos. Fueron él y Adolfo Bioy Casares quienes compilaron los Cuentos breves y extraordinarios (1957), referencia obligada cuando se trata de narrativa brevísima. Allí antologaron textos tomados de la literatura universal que incluyen algunos de compatriotas (Manuel Peyrou, Silvina Ocampo, Santiago Dabove) y de ellos mismos, firmados o apócrifos, como el que ostenta la autoría de Clemente Sosa. Poco más tarde Bioy publicó Guirnaldas con amores (1959), su libro de minificciones. Si bien muchos escritores incursionaron en el género, son pocos los que escribieron libros íntegramente consagrados a él. En 1960, aparece Historias de cronopios y de famas de Julio Cortázar, breves destellos que iluminan en lúdico contrapunto la precariedad de lo real. Marco Denevi publica la primera versión de sus Falsificaciones, ficción metahistórica, en 1966. Posteriormente haría otra en 1969, y una tercera en 1977.2 La microcuentística de Denevi ha interesado prácticamente a todos los antólogos y teóricos del microcuento, que han recurrido a ella para definir el género y fijar sus características.3 El mago, brevedades humorísticas de Isidoro Blaisten, es de 1974. Los juegos intertextuales y metaficcionales toman forma de microcuentos en algunos de los Cuentos en miniatura de Enrique Anderson Imbert, publicado en Venezuela en 1976. Entre los libros que incluyen colecciones de microrelatos hay que mencionar Los libros sin tapas de Felisberto Hernández, publicados entre 1925 y 1931, Indicios pánicos (1970) de Cristina Peri Rossi, El país del humo (1977) de Sara Gallardo, y Aquí pasan cosas raras (1975) de Luisa Valenzuela, como los más notables. Este era el corpus del microcuento rioplatense, muy variado y de altísima calidad por cierto, cuando Ana María Shua dio a conocer La sueñera (1984), primero de sus libros de cuentos brevísimos, al que seguirían Casa de geishas (1992) y Botánica del caos (2000), objeto de este ensayo.
Probablemente debamos a Macedonio Fernández y a Jorge Luis Borges los primeros microcuentos o, en sentido más amplio, minificciones, escritos en Argentina. Macedonio, que según Borges “escribía para mejor pensar,” encontró en la fulgurante brevedad el vehículo ideal para su genio. Borges, le dedicó “Diálogo sobre un diálogo” (784), en el que reinventa una de las míticas conversaciones que solían tener, y que constituye uno de los puntos más altos del género en el país. Sin proponérselo, cada uno de ellos inició una tradición. En Fernández, predomina lo que hoy llamamos minificción ensayística que, en su caso, es especulación metafísica muchas veces impregnada de un humor absurdo. Borges no desdeñó (ni mucho menos) la metafísica, pero prefirió expresarse más narrativamente y la mayoría de sus textos brevísimos pueden caracterizarse como microcuentos. Fueron él y Adolfo Bioy Casares quienes compilaron los Cuentos breves y extraordinarios (1957), referencia obligada cuando se trata de narrativa brevísima. Allí antologaron textos tomados de la literatura universal que incluyen algunos de compatriotas (Manuel Peyrou, Silvina Ocampo, Santiago Dabove) y de ellos mismos, firmados o apócrifos, como el que ostenta la autoría de Clemente Sosa. Poco más tarde Bioy publicó Guirnaldas con amores (1959), su libro de minificciones. Si bien muchos escritores incursionaron en el género, son pocos los que escribieron libros íntegramente consagrados a él. En 1960, aparece Historias de cronopios y de famas de Julio Cortázar, breves destellos que iluminan en lúdico contrapunto la precariedad de lo real. Marco Denevi publica la primera versión de sus Falsificaciones, ficción metahistórica, en 1966. Posteriormente haría otra en 1969, y una tercera en 1977.2 La microcuentística de Denevi ha interesado prácticamente a todos los antólogos y teóricos del microcuento, que han recurrido a ella para definir el género y fijar sus características.3 El mago, brevedades humorísticas de Isidoro Blaisten, es de 1974. Los juegos intertextuales y metaficcionales toman forma de microcuentos en algunos de los Cuentos en miniatura de Enrique Anderson Imbert, publicado en Venezuela en 1976. Entre los libros que incluyen colecciones de microrelatos hay que mencionar Los libros sin tapas de Felisberto Hernández, publicados entre 1925 y 1931, Indicios pánicos (1970) de Cristina Peri Rossi, El país del humo (1977) de Sara Gallardo, y Aquí pasan cosas raras (1975) de Luisa Valenzuela, como los más notables. Este era el corpus del microcuento rioplatense, muy variado y de altísima calidad por cierto, cuando Ana María Shua dio a conocer La sueñera (1984), primero de sus libros de cuentos brevísimos, al que seguirían Casa de geishas (1992) y Botánica del caos (2000), objeto de este ensayo.