29 de Abril de 2025
Portal Educativo de las Américas
  Idioma:
 Imprima esta Página  Envie esta Página por Correo  Califique esta Página  Agregar a mis Contenidos  Página Principal 
¿Nuevo Usuario? - ¿Olvidó su Clave? - Usuario Registrado:     

Búsqueda



Colección: INTERAMER
Número: 70
Año: 2001
Autor: Rhonda Dahl Buchanan, Editora
Título: El río de los sueños: Aproximaciones críticas a la obra de Ana María Shua

A lo largo de este siglo el vínculo existente entre algunos trastornos mentales y la maternidad—entendida ésta como biológica o social, como motherhood o mothering—ha sido documentado y corroborado tanto por los estudios psicoanalíticos como psiquiátricos de orientación feminista (Chodorow, Dinnerstein, Gove y Tudor, Warren, Nadelson y Zimmerman). Anticipándose algunos siglos a este aparente “descubrimiento” de nuestra época, la cultura griega, como nos recuerda Phyllis Chesler en Women and Madness, ya había sugerido la conexión entre la función de la maternidad y ciertas perturbaciones mentales. Deméter cae en lo que cabría diagnosticar como estado depresivo al ser raptada su hija Perséfone y verse privada de su presencia. Al desatender Deméter su función reguladora de las estaciones, la humanidad está a punto de perecer por su culpa; los dioses tienen que interceder ante ella y recuperar la sucesión cíclica de las estaciones para que así los seres humanos puedan seguir contando, para su sustento, con el fruto de las cosechas. No sólo en la mitología europea y latinoamericana (Cf. La Llorona) sino también en producciones literarias previas a nuestra época, ya existía constancia de dicho vínculo así como de su importancia; pensemos, por ejemplo, en “The Yellow Wallpaper,” relato en el que Charlotte Perkins Gilman, a finales del siglo XIX, ficcionalizó magistralmente la depresión posparto.1

Tampoco las autoras latinoamericanas contemporáneas han pasado por alto el hecho de que las mujeres que cumplen el papel de madre sufren o están más propensas a sufrir determinados tipos de trastornos mentales. Gabriela Mistral, Rosario Castellanos, Carmen Boullosa (“Sí, mejor desaparece), Judith Ortiz Cofer (“Nada”), Alcina Lubitch Domecq (“Botellas”) y Ana María Shua (“Como una buena madre”) son algunas escritoras que, como Gilman, se han adentrado en esta temática.2 Examinando los textos producidos por ellas, observamos que el tratamiento literario del trastorno psicológico varía enormemente de unas autoras a otras. La única manera de organizar, por el momento, esos escritos (así como otros que presentan una enfermedad mental) es fijándonos en si el trastorno ha sido (re)presentado en su evolución o sólo en la etapa final, es decir, como un proceso o como un estado. Un ejemplo del primer modelo narrativo lo constituye “Nada.” En este cuento Ortiz Cofer traza el comportamiento enajenado de doña Ernestina a partir de la muerte de su único hijo en Vietnam hasta su ingreso en un sanatorio. El segundo modelo nos lo ofrece Boullosa en “Sí mejor, desaparece.” La escritora mexicana ha preferido “retratar” a su personaje femenino una vez que ha perdido “la razón” y lo han encerrado en una casa o en un centro psiquiátrico.3

La diferencia formal que señalo entre los textos no es irrelevante. He aquí algunas consecuencias que tiene. Por lo general, las autoras que detallan el desarrollo del trastorno femenino suelen postular una causa del mismo; en cambio las que se centran en el estado resultante no establecen tan claramente una relación causa-efecto. Y mientras las primeras corroboran la premisa básica sostenida por numerosas feministas: “all the man-made institutions, from marriage to the law, confine women and drive them mad” (Showalter 1), las segundas no la defienden pero tampoco la rechazan abiertamente.

Ya que el relato “Como una buena madre” de Shua sitúa a la protagonista en un momento anterior a la aparición de la perturbación mental, quizás por ello no deberíamos relacionarlo con las otras narraciones que he mencionado. Sin embargo, como veremos a lo largo del cuento, la protagonista se encuentra al borde de un ataque de nervios, estado al que ha llegado como consecuencia de la dedicación absoluta a sus hijos.4 Y, en segundo lugar, a semejanza de las autoras que emplean el primer modelo narrativo, Shua desea constatar la causa de la frustración, impotencia, agotamiento físico y mental que siente la madre a lo largo del relato y que no es otra que el comportamiento de sus hijos así como su respuesta a ese comportamiento. Ahora bien, aunque los acontecimientos que registra el cuento evidencian la causa “inmediata,” no hay que olvidar que las instituciones o personas que le han impuesto a la figura femenina la tarea de cuidar y educar a sus vástagos, serían responsables, en última instancia, de ese estado anímico.

El relato de Shua—que, si no fuera por la ironía que contiene, se podría leer como un cuento de terror—narra un día delirante en la vida de una madre, sola en casa con sus tres hijos pequeños—Tom de cuatro años, Soledad de seis o siete y un niño de pecho—mientras el marido se halla en viaje de negocios. Ese día la conducta de los hijos dista mucho de ser ejemplar: Tom y Soledad pelean entre sí constantemente, inundan el cuarto de baño, utilizan los cosméticos de su madre y luego los arrojan al suelo, organizan un picnic en la cocina, tiran uno de los estantes, destrozan una taza que tenía valor sentimental para la madre, manchan el mejor mantel que hay en la casa, no dejan de proferir insultos y palabrotas. Pero esto no es todo. Los tres niños parecen tener como objetivo final la aniquilación total del cuerpo materno. Primero, Soledad empuja a su madre y, al caer ésta sobre unos cristales rotos, se hace una herida profunda en una de las manos. Más tarde la protagonista se tuerce el tobillo procurando llegar lo más rápidamente posible a donde Soledad está gritando: “Lo está matando [. . .] ¡Lo MATA MAMA!” (80), pues supone que se refiere a Tom intentando de nuevo deshacerse de su hermano pequeño, pero en realidad es sólo de un perrito de peluche. Luego Tom y Soledad, remedando las acciones de los personajes de cierto cuento infantil, la empujan contra el horno y se quema el antebrazo. En otro momento se golpea la nuca intentando evitar el ataque repentino de Soledad, que quiere “ver[le] las tetas” (82) y de Tom, que “le metía las manitos por abajo” (83). En la escena final cuando la madre, refugiada en el cuarto de baño, cree estar a salvo de sus dos hijos mayores, el más pequeño le mete el dedo en el ojo y le causa una lesión en la córnea. Esta imagen con que Shua ha elegido poner punto final al cuento—la afligida madre, con el hijo en brazos, sentada en el inodoro—evoca la figura de la piedad—representación pictórica o escultórica de la Virgen María sosteniendo el cuerpo de Jesucristo—aunque en consonancia con el humor subversivo de la autora, las heridas corporales las ha sufrido la mujer.

En “Como una buena madre” al tiempo que contemplamos la lucha cuerpo a cuerpo de la protagonista con sus hijos, presenciamos la lucha conceptual (pero no por eso menos real) de ésta con la maternidad y sus preceptos. El modelo de la “buena madre” gobierna la actuación del personaje femenino a la hora de criar y educar a sus hijos y, a la vez, constituye el baremo con el que evalúa cada uno de sus actos minuto a minuto. Este opresivo modelo no se lo ha inculcado su propia madre, sino revistas especializadas, cuyo discurso, con pretensiones científicas, dirigido a las masas se ha erigido en fuente de saber y poder. La influencia que han ejercido esas obras en la conciencia materna la deja clara la voz narradora desde el primer párrafo del cuento:

Mamá siempre leía libros acerca del cuidado y la educación de los niños. En esos libros, y también en las novelas, las madres (las buenas madres, las que realmente quieren a sus hijos) eran capaces de adivinar las causas del llanto de un chico con sólo prestar atención a sus características. (69)

Ahora bien, tanto el concepto de la buena madre como el del amor maternal (“las que realmente quieren a sus hijos”) y los consejos de expertos a los que se refiere la narradora en la cita anterior han estado operando en la cultura occidental desde el siglo XVIII. He aquí como lo expone Silvia Tubert:

A partir de 1750, aproximadamente, aparece un fenómeno nuevo: no se trata de la emergencia repentina del amor maternal, sino de la importancia que se comienza a dar a este sentimiento y de las características que se considera que le pertenecen. La novedad es la exaltación del amor maternal como un valor simultáneamente natural y social, favorable para la especie y para la sociedad. No sólo se promueven los sentimientos y actitudes maternales, sino que se promueve a la mujer en tanto madre. Se multiplican las publicaciones que aconsejan a las madres ocuparse personalmente de sus hijos y amamantarlos, creándoles a las mujeres la obligación de ser ante todo madres” (83; énfasis en el original).5

Si los conceptos de la buena madre y del amor maternal han perdurado hasta nuestros días ha sido, en gran parte, por el interés que ha mostrado la ciencia (medicina, psicoanálisis, pediatría) en (re)definirlos y, por ende, controlarlos, como mantienen Barbara Ehrenreich y Deirdre English en Por su propio bien. Estas críticas feministas, al examinar la constitución de la maternidad como ciencia en los últimos siglos, evidencian cómo las madres norteamericanas adoptaron una actitud autoritaria y más tarde permisiva siguiendo los consejos dados por “los expertos”—médicos, psicólogos, pediatras (238-297). Las dos autoras denuncian el sentimiento de culpabilidad y la “duda agónica” que esos discursos han acarreado a un sinfín de mujeres:

La teoría psicoanalítica identificó dos grandes categorías de malas madres, la que sentía rechazo y la superprotectora, imágenes reflejas e igualmente perjudiciales. La acusación de rechazo materno se extendió de tal forma en la práctica clínica y en la literatura de divulgación que incluso la psicoanalista Anna Freud acabó por lamentar su abuso. Pocas madres podían leer sobre el síndrome de rechazo materno sin sentir una punzada en la conciencia. Toda mujer ha huido, en algún momento, de su hijo de dos años cuando pregunta por décima vez ‘por qué’; ha dejado al pequeño llorando durante quince interminables minutos; ha permitido que vague su mente durante la conversación con el niño de cuatro años; en definitiva, ha ‘rechazado’ de un modo u otro a su hijo. Las madres de plena dedicación, que luchan por conseguir un hogar ordenado y limpio, saben lo que es enfadarse, odiar fugazmente a su hijo pequeño como si se tratase de un adversario adulto. Si la maternidad era satisfacción, estas ráfagas de hostilidad debían de ser traiciones y destruir implícitamente todo lo normal, bueno y decente. La ciencia no podía justificar esos sentimientos más que como perversiones, serpientes en el Edén de la relación madre e hijo. El resultado fue la duda agónica: la madre acusada de sentir hostilidad, agresividad y además (ante el experto en educación infantil o en salud mental) de disimularla, era una madre cuya propia vida interior era inhumana e ininteligible. A medida que sus deseos y necesidades se interpretaban como toxinas destructivas, se iba viendo arrastrada hacia una verdadera psicosis. (256-257)

He transcrito esta larga cita por dos razones: porque va a servir de eco al cuento de Shua, y, en segundo lugar, porque la “duda agónica” representa, en mi opinión, el aspecto esencial y más característico de “Como una buena madre.” La repetición obsesiva de la frase “una buena madre, una madre que realmente quiere a sus hijos” a lo largo de la narración pone de manifiesto la tortura mental a la que se somete incesantemente la protagonista. Múltiples son los motivos por los que se atribula la figura femenina. En primer lugar, por cosas que no hace y debería hacer de acuerdo con su concepción de lo que es una buena madre.6 El humor surge en el cuento por las obligaciones extremas y absurdas que la disciplinada protagonista, de tener tiempo, estaría dispuesta a hacer. Por ejemplo, en lugar de pedir que le lleven la compra a casa, “una madre que realmente quiere a sus hijos va personalmente a la verdulería y elige una por una las frutas y verduras que los alimentará” (72); en lugar de usar pañales desechables debería usar “pañales de tela [y lavarlos] con sus propias manos, con amor, con jabón de tocador” (74); en lugar de utilizar alimentos ya preparados o ciertas marcas— “[m]asa para pascualina La Salteña”(71)—debería prepararlos ella misma o elegir otra marca mejor.

Otras ocasiones en las que aflora la “duda agónica” es a la hora de disciplinar a los hijos. La primera reacción de la protagonista ante el mal comportamiento de Tom y Soledad, es poner en práctica las técnicas aprendidas en los libros que suele leer: “como una buena madre, equitativa, dueña y divisora de la Justicia” (70); “zamarreó con fuerza, tratando de demostrarle, con calma y con firmeza, que le estaba dando el justo castigo por su comportamiento” (70); “Calma. Firmeza. Autoridad. Amor” (71). Requiere tanta fuerza de voluntad, determinación y energía ejercitar este método que la madre lo abandona al poco tiempo de empezar el relato. Empleará más que técnicas para educar a sus hijos estrategias para mantenerlos distraídos y que no molesten. Por ejemplo, para que Tom deje de llorar le da un caramelo: “Pero una buena madre no consuela a sus hijos con caramelos, una madre que realmente quiere a sus hijos protege sus dientes y sus mentes” (70). A continuación les insinúa que vayan a ver la televisión para que no la agobien más. Los niños se sientan demasiado cerca del aparato, pero no les dice nada: “Una buena madre, una madre que realmente quiere a sus hijos, no lo hubiera permitido” (71). Para colmo el repartidor que viene a la casa—la única presencia masculina adulta en todo el relato–confirma sus sospechas de ser una mala madre al comentar aquél lo cerca que estaban los niños del televisor: “Ahora había un testigo, alguien más se había dado cuenta, sabía qué clase de madre era” (72). Observamos en las citas anteriores que aunque la madre ha conseguido lo que se proponía—que Tom cesara de llorar y que tanto él como su hermana la dejaran en paz—sus logros no le producen ninguna satisfacción debido a los numerosos reproches que se hace y a los sentimientos negativos (culpabilidad, inseguridad, odio) que la invaden.

Cuando más se aleja la protagonista del método disciplinario que aprendió en libros y novelas es al final del cuento, al empezar a peligrar su salud mental y física. La vemos tratar violenta y hostilmente a sus hijos: “Mamá la hizo callar de una bofetada” (80); “Agarró a cada uno de un brazo, apretando con bastante fuerza como para dejarles marcadas las huellas de sus dedos” (83); “La golpeó en la cara, con la mano abierta, arrancándole al bebé de los brazos” (84). Este cambio de actitud coincide con la animadversión cada vez más intensa que siente hacia sus propios hijos (y que el/la lector/a, conjeturo, hace suya). Aunque lucha por contrarrestarla, repitiéndose a sí misma mentalmente: “Sus hijos. Los quería. La querían. El amor más grande que se puede sentir en este mundo. El único amor para siempre, todo el tiempo. El Amor Verdadero” (81-82), no lo consigue. De ahí que su deseo a partir de entonces se cifre en estar “sola y llorar” (75, 76, 79, 80, 83), deseo que alcanza cuando se atrinchera en el cuarto de baño.

Que la protagonista tenga tan poco control de sus hijos como de la leche que le mana del pecho instintivamente cuando llora el bebé, no es tanto la causa de su abatimiento y frustración como los sentimientos poco maternales que se esfuerza en reprimir: “Tratando de no demostrarle que tenía ganas de vengarse, de hacerle daño” (70); “Mamá pensó que se iban a quedar ciegos y sordos y que se lo tenían merecido” (71). Poner en duda, aunque sea sólo por un momento, el “amor maternal” supone, para la protagonista de este relato, poner en duda todo lo demás: su identidad, su papel en la sociedad, sus habilidades, su experiencia, su cordura.

En resumen, el texto examinado presenta a una mujer a punto de sufrir una perturbación mental y el hecho de que cumpla el papel de madre está en estrecha relación con esa inminente perturbación. En “Como una buena madre” el trabajo físico y mental que suponen los niños, labor que con desenvoltura y cariño debe realizar cualquier buena madre, le produce a la protagonista pequeñas crisis, resentimiento, culpabilidad, dudas. Al evaluar su actuación de madre de acuerdo con el discurso que ha asumido, la protagonista reconoce, muy a su pesar, su ineptitud a la hora de emular el patrón de la buena madre así como de sentir siempre y en todo momento el amor maternal, y termina irremediablemente sintiéndose fracasada. Se hace responsable de este fracaso, como si fuera una deficiencia esencial suya, sin reparar en que quizás la raíz del problema lo presenta el discurso que dirige sus actos, que le ha hecho internalizar la imagen idealizada de la buena madre. Si hubiera logrado desembarazarse del peso de los mitos sociales que ese discurso transmite, digamos, de abortarlo, entonces podría haberse liberado del sentimiento de fracaso que la dominaba.

Por todo lo dicho, el texto de Shua, además de poner en jaque mate el mito de la buena madre, se presta espléndidamente, dada la precaria salud mental y física de la figura femenina, a la demostración de que “motherhood as a socially constructed institution [. . .], in its present form, often undermines the mother´s mental health” (Yalom 4), como llevan afirmando desde hace años diferentes grupos feministas. Y ya que Shua no plantea en el cuento ninguna solución práctica a la crisis femenina, estos grupos además le ofrecerían alternativas a mujeres que se encuentren en la difícil situación de la protagonista. Por ejemplo, y según la presentación que hace Rosemarie Tong de estos grupos en Feminist Thought, las feministas radicales libertarias les propondrían delegar estos papeles en otros miembros de la sociedad más capacitados o dispuestos; las feministas culturales les sugerirían que en lugar de seguir representando un papel creado con intereses patriarcales, lo reinventen a su agrado; y por último, las psicólogas feministas Dinnerstein y Chodorow les indicarían que el único escape posible radica en convencer al marido de que comparta el cuidado y crianza de los hijos con ella.

Asimismo Ehrenreich podría aconsejarles algunas medidas para evitar al abuso físico infantil, como las que apunta en Por su propio bien:

Veinte o treinta años más tarde, las mujeres reunidas en grupos o talleres de concienciación, descubrirían que la violencia materna contenida está tan entendida entre las madres de plena dedicación como las migrañas o los kilos ‘de más.’ Y que se puede curar, antes de que ocurra ningún acto abiertamente violento, con la ayuda de guarderías, grupos femeninos de apoyo, padres responsables, etc. (257)

En conclusión, si ya en la novela erótica Los amores de Laurita la escritora argentina quebraba la visión tradicional de la mujer embarazada como un ser sin deseos sexuales, ahora en “Como una buena madre” ilustra, a la vez que condena, el impacto negativo de los discursos reguladores de la labor materna en la conciencia femenina. Ya que estos dos escritos evidencian el interés de Shua en examinar, subvertir y cuestionar, con una gran dosis de humor, el rol de la madre, no me parece improbable que vuelva “a la carga” en sus próximas obras. Tanto la creatividad que caracteriza a la autora como su aguda observación de los papeles femeninos propician la aparición de nuevos textos, de nuevos acercamientos a las madres, “buenas,” “malas,” “regulares,” “no tan buenas”y “no tan malas.”