29 de Abril de 2025
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Colección: INTERAMER
Número: 29
Año: 1994
Autor: Josefina Zoraida Vázquez y Pilar G.Aizpuru, Comps.
Título: La Enseñanza de la Historia


El sistema nacional de educación y la enseñanza de la historia

La enseñanza de la historia en Chile, así como en el resto de América Latina y también en Europa, se institucionalizó en el currículum escolar como parte de un fenómeno mayor que era el desarrollo de la historiografía y la formación de un sistema educacional orientados hacia la construcción del estado nacional. En Francia, hasta mediados del siglo XVIII, la historia era considerada importante sólo para la educación de los gobernantes y recién en 1769 se fundó una cátedra de historia y moral en el Colegio de Francia (Gooch 18). En el Chile colonial, la historia estuvo enteramente ausente de la educación universitaria y secundaria. Si en Francia la Revolución introdujo en la escuela la enseñanza de la historia universal para formar ciudadanos y luego, durante la Restauración, la historia francesa para formar patriotas (Fontana 116), en Chile ella entraría a la escuela con el mismo objeto, una vez que el Estado nacional logró asentarse y comenzar a construir un sistema de educación pública hacia la década de 1840.

Tanto la historiografía, que en el siglo XIX consolida un método y un objeto propio que la constituye en una disciplina del conocimiento, como la educación —ligadas ambas por el texto— obedecen a una misma necesidad central: crear un sentimiento nacional como cimiento y principio legitimador del nuevo orden creado luego de la ruptura de la fundamentación tradicional de tipo monárquico. La función de la historiografía decimonónica fue construir ese sentimiento buscando y creando una identidad del estado nación cuyos orígenes estaban en el pasado. La escuela, por su parte, buscó uniformar el aprendizaje de la población que habitaba el territorio del estado nacional e incluir nuevas materias de estudio tanto para desarrollar en ella la razón, fundamento de la ciudadanía, como para crear una lealtad compartida que trasciendera las particularidades locales. El texto de estudio era para ello un instrumento esencial, pues, como ha señalado Jacques Le Goff, codifica el conocimiento, lo despersonaliza y lo masifica, fijando bases comunes para una población amplia, es decir, contribuye a la “expansión de la memoria escrita” propia de los tiempos modernos y que, en el caso de Chile, sólo se inició con el estado republicano (Le Goff 158).

Ya desde mediados del siglo XVIII, fruto de la penetración de las ideas de la ilustración española, la educación pasó a ser —para algunos criollos prominentes— instrumento fundamental para el progreso de los pueblos. Concientes de la importancia del “conocimiento útil”, del valor de las ciencias exactas y de la técnica, criticaban una educación humanista escolástica y buscaron el apoyo de la Corona para crear nuevas instituciones equivalentes a lo que eran las academias en la España de Carlos III. Fue el caso de Manuel de Salas y su Academia de San Luis. Sin embargo, esta nueva corriente logró una débil expresión institucional y sin el apoyo de la Corona que no llenó el gran vacío dejado por la expulsión de los jesuitas.

Con la Independencia, la educación estuvo en el centro del ideario emancipador. Recogiendo ahora también las ideas políticas de la Ilustración y de la Revolución Francesa, la educación formó parte del mito de la creación del hombre nuevo que, a través de la razón, accedería a la felicidad y a la libertad. Desde un inicio, tan temprano como en 1811, se presentaron distintos proyectos educacionales al Congreso que compartían la necesidad de crear una educación nacional a cargo del Estado. Fruto de ello fue la fundación del Instituto Nacional en 1813, destinado a formar a la élite que se haría cargo de la conducción de la nueva república.

Las dificultades propias del período de la Independencia no permitieron al gobierno realizar una política sistemática en educación hasta que los conflictos internos, que sucedieron al triunfo sobre España, se dirimieron a favor del bando conservador en 1830. Desde entonces, el estado chileno inició un lento proceso de consolidación de sus instituciones, que junto al ordenamiento de las finanzas públicas y las mayores entradas fruto de descubrimientos mineros en el norte, permitió la formación de una institucionalidad educacional cuya máxima expresión fue la Universidad de Chile, fundada en 1842.

Con ella puede decirse que en Chile se inició la formación de un sistema nacional de educación propiamente tal, pues una de sus atribuciones prioritarias era ser superintendencia de educación. Como tal, debía dirigir toda la educación pública en sus niveles primario, secundario y superior, a la vez que tenía el monopolio de la validación de los exámenes.

Pero la Universidad de Chile, de acuerdo en el pensamiento de su inspirador y primer rector, Andrés Bello, era también una academia científica desde donde debía irradiar el conocimiento hacia el sistema escolar. En su conocido discurso de inauguración, pronunciado en 1843, definió que el objetivo de la corporación era hacer “ciencia nacional”: “...el programa de la universidad es enteramente chileno: si toma prestadas a la Europa las deducciones de la ciencia, es para aplicarlas a Chile. Todas las sendas en que se propone dirigir las investigaciones de sus miembros, el estudio de sus alumnos, convergen a un centro: la patria” (Bello 139-152). De ahí que uno de los deberes de la Facultad de Filosofía y Humanidades fuera el cultivo de la historia nacional.

La historia fue una disciplina a la cual la nueva universidad le dio una particular importancia. El artículo 27 de su ley orgánica establecía que anualmente “se pronunciará un discurso sobre alguno de los hechos más señalados de la historia de Chile, apoyando los pormenores históricos en documentos auténticos y desenvolviendo su carácter y consecuencias con imparcialidad y verdad” (Ley Orgánica de la Universidad de Chile). Estas memorias históricas —que se presentaron año a año— se constituyeron en los orígenes de la historiografía chilena y fueron motivo de una de las más ricas polémicas historiográficas del siglo XIX latinoamericano, donde José Victorino Lastarria, joven liberal que presentó la primera memoria, se enfrentó con su maestro Andrés Bello sobre el modo de escribir la historia.1

El objetivo de Lastarria en las dos memorias presentadas en la Universidad era denunciar cómo el despotismo de la monarquía española había penetrado en las costumbres chilenas y cómo el espíritu colonial permanecía vivo a pesar de la liberación política lograda con la Independencia. Su intención no era describir el pasado ni narrar los hechos, como él mismo lo señalara, sino comprender su influencia en el presente para poder superarlo. Andrés Bello, compenetrado del desarrollo de la historiografía romántica europea, y principalmente francesa, no se oponía a la interpretación de la historia, sino a que ella no se basara en hechos fidedignos debidamente documentados. No se podía comprender la influencia de los hechos si no se estudiaban los hechos mismos. En efecto, los trabajos de Lastarria, ardientemente defendidos por los argentinos Jacinto Chacón y Vicente Fidel López, no contenían ninguna investigación, sino una interpretación global cuyas fuentes poco importaban. Los bandos se dividieron entre los partidarios de la historia filosófica y los de la historia narrativa, de la historia “ad probandum” y de la historia “ad narrandum”.2

A partir de esta polémica, se impuso la posición de Bello y la naciente historiografía chilena se desarrolló con base en una exhaustiva recopilación de fuentes, en la crítica filológica y en una sólida narrativa, erudita y minuciosa. No por ello dejaba de tener, como toda historiografía, un punto de vista y una interpretación de los hechos. Acercándose progresivamente al método positivista, dicha historiografía fue liberal, creyó en la teoría del progreso y evaluó el pasado de acuerdo con el desenvolvimiento de la razón y de la libertad.

La generación de historiadores que comenzó a producir a mediados de siglo estuvo estrechamente ligada a la enseñanza de la historia de Chile, porque la mayoría de ellos eran académicos de la Universidad y escribieron los textos de mayor circulación en el sistema escolar. Hasta entonces la historia nacional no estaba incluida en el currículum, tanto que en su memoria universitaria de 1848 Andrés Bello señaló que “la historia de Chile es para nosotros demasiado importante para no merecer un curso especial. Las memorias históricas y otros trabajos que se realizan...facilitarán la redacción de un texto nuevo, exacto y completo. La facultad se preocupa del tema, recoge y salva y ordena documentos y fuentes...El vuelo que en tan pocos años han tomado los estudios históricos, hace esperar que llegaremos a un grado de adelantamiento...” (Bello, Tomo VIII, 353-398). A comienzos de la década siguiente, la cátedra de historia de América y Chile se abrió en el Instituto Nacional de Santiago, modelo de la instrucción pública secundaria.3

Uno de los pilares del sistema educacional en formación era la publicación de textos de estudios. Estos no eran confeccionados directamente por la Universidad, sino presentados a su Consejo Universitario que los rechazaba, sugería modificaciones o los aprobaba. En este último caso, los editaba para el uso de los establecimientos fiscales y los vendía a precios subsidiados o los distribuía gratuitamente a los colegios más pobres. Si bien no eran obligatorios, la escasez de textos hacía que los publicados por la Universidad fueran los más utilizados (Barros Arana, Un decenio..., Tomo II, 438-455 y Woll 150-171). En 1872 había catorce liceos en provincia, además del Instituto Nacional de Santiago; y en todos ellos, con excepción del Liceo de Chillán, se utilizaban los textos de Diego Barros Arana y Miguel Luis Amunátegui.4