Colección: INTERAMER
Número: 50
Autor: Inés Azar, Ed.
Título: El puente de las palabras. Homenaje a David Lagmanovich
“CUANTO DICEN
OBRAN”:
EL PODER DE LA PALABRA
EN LA ESTRELLA DE SEVILLA
Inés Azar
The George Washington University
Habla paso, no te entienda,
que tiene todo su honor
este necio en las orejas.
(I, xi: 754-56).1
Citados fuera de contexto, estos tres versos revelan su eficacia dramática y su notable economía expresiva. En principio, no necesitamos ninguna acotación externa al diálogo para entender que estas palabras constituyen un aparte dicho a un interlocutor con cuya complicidad el hablante cuenta de antemano. Esa complicidad afirma, en el acto mismo de excluirla, la presencia de un tercero que es, al mismo tiempo, víctima e impedimento de los cómplices. La complicidad y la exclusión representan a su vez el intento de encubrir motivos y ocultar intenciones. Las palabras del aparte encarecen y vituperan a un tiempo no sólo las agudas orejas del “otro”, que el aparte mismo consigue irónicamente eludir, sino su sentido del honor, que los cómplices se proponen burlar.
Sin saber todavía quién o qué es el que pronuncia estas palabras, podemos también jugar con la noción de decoro y preguntarnos, por ejemplo, en boca de qué tipo de personaje es posible imaginar esta cínica ecuación entre sentido del honor y necedad, esta deliberada voluntad de deshonrar. Es fácil asociar el deseo de deshonrar a otros con la energía transgresora de un Don Juan. Pero aun en boca del burlador arquetípico es difícil imaginar la aserción de que el honor sea, por fin, cosa de necios.
Si devolvemos la cita a su contexto en el acto primero, escena XI, de La Estrella de Sevilla, podemos experimentar con toda su fuerza la violenta paradoja de que estas palabras sean proferidas por un monarca castellano. En este aparte, el Rey Sancho le advierte a su privado don Arias sobre el estricto sentido de honor de Busto Tavera que, a juicio del Rey, es la causa —o quizá el efecto— de su agudo sentido del oído. Don Arias, para quien nadie es absolutamente incorruptible, responde con esta irónica profecía:
Arracadas muy pesadas
de las orejas se cuelgan;
el peso las romperá. (I, xi: 757-759)
La relación de estos comentarios con su contexto inmediato es clara y directa. Busto Tavera acaba de impedir que el Rey entre en su casa y vea a su hermana Estrella, y lo ha hecho invocando precisamente la opinión pública de Sevilla, el hipotético rumor de las gentes, que todo hombre de honor desea no tener que escuchar nunca.2 La profecía de Don Arias sugiere, a su vez, que aun las orejas más agudas pueden volverse sordas ante el generoso favor de un rey.
Este intercambio entre el Rey y don Arias no tiene ninguna consecuencia dramática, excepto su efecto acumulativo como parte de una cadena de numerosas acotaciones marginales en las que Rey y privado revelan su duplicidad y su desprecio por los valores comunitarios que fingen sostener.3 Pero en las palabras, aparentemente triviales, de este aparte se perfila otro texto, insospechado tal vez para sus propios enunciadores. En ese “otro” texto el Rey y don Arias construyen una pequeña fábula maestra en la que las “arracadas muy pesadas” (los favores del Rey) tienen el poder de transformar las orejas “intactas” de sus súbditos (con honor, con capacidad de oír) en orejas “rotas” (sordas, sin honor). La capacidad de oír tanto como la sordera evocan inevitablemente la capacidad de hablar y el silencio. Si Busto y los otros sevillanos tienen el honor en las orejas, también lo tienen, inevitablemente, en la boca. Y don Arias podría haber agregado “bocas rotas” a las orejas cuyo quebranto imagina con no poco placer. Porque un oído deja de ser humano cuando no tiene habla alguna que escuchar; y es posible alterar radicalmente una boca humana si se la condena a hablar para oídos que se han vuelto sordos a los sonidos y al sentido del lenguaje.
La advertencia del Rey Sancho y la predicción de don Arias, como la mayor parte de sus acciones, proponen un orden de cosas ideal, enteramente sometido al deseo, donde los dos pueden controlar la boca y el oído de los otros, donde pueden suprimir a voluntad los sonidos y el significado y el valor del discurso como forma de acción, un mundo en el que la presencia de los otros puede convertise fácilmente en ausencia y donde la fuerza activa del lenguaje puede diluirse en aquiescencia o en completo silencio. Con la ayuda de don Arias, el Rey Sancho ciertamente intenta imponer el mundo de sus propios deseos en la vida de sus súbditos sevillanos. Y es precisamente su intento el que desencadena el conflicto dramático de la obra.
Las palabras y los actos, las palabras como actos, el silencio como forma de acción son los términos que definen el planteo, el desarrollo y la resolución del conflicto en La Estrella de Sevilla. Más exactamente, con la excepción de luchar, matar y morir, todas las acciones que tienen consecuencias en la obra son actos de discurso (predecir, prometer, consultar, aconsejar, pedir, declarar, ordenar) y, en particular, actos performativos de discurso: establecer la corte, nombrar en un cargo, desafiar, decretar, sentenciar y, por cierto, confesar.4 Lo que se despliega en la línea de acción de la tragedia es la conducta lingüística del Rey Sancho y de sus antagonistas sevillanos y las consecuencias inevitables de esa conducta. Es decir, la obra explora las condiciones necesarias para ejecutar de manera apropiada o feliz ciertos actos (lingüísticos) convencionales y representa en acción las obligaciones que asumimos y debemos cumplir, o que evitamos o nos resistimos a reconocer cuando ejecutamos o rehusamos ejecutar esos actos.
La acción de la Estrella de Sevilla comienza después que el Rey Sancho entra en Sevilla y se enamora de Estrella Tavera en cuanto la ve:
¿Quién es la que en un balcón
yo con atención miré
y la gorra le quité
con alguna suspensión?
¿Quién es la que rayos son
sus dos ojos fulminantes
en abrasar semejantes
a los de Júpiter fuerte,
que están dándome la muerte,
de su rigor ignorantes?
(I, ii: 131-40. El énfasis es mío.)
Esta óptica amorosa, que el Rey mismo invoca para explicar su deseo, lo identifica inmediatamente como un amante cortés convencional. Desde el principio de la obra, el Rey aparece como un personaje en el que conviven, sin conciliarse, dos modelos éticos radicalmente incompatibles: uno, la persona institucional del monarca, que somete la vida privada y los sentimientos personales a la función pública; el otro, el amante cortés, que se afirma como un yo singular y enteramente privado, definido desde “dentro” por emociones y deseos, contra las exigencias de cualquier institución social.5
La acción dramática de La Estrella de Sevilla está organizada de manera compleja y poco común en la comedia del Siglo de Oro. La obra no tiene una sola trama unitaria. Tampoco presenta la típica doble trama (fábula principal - fábula secundaria) que caracteriza a un buen número de obras canónicas, como Fuenteovejuna o La vida es sueño. La acción se desarrolla en dos tramas sucesivas, enlazadas de tal manera que la situación final de la primera (la muerte de Busto Tavera a manos de Sancho Ortiz) es, al mismo tiempo, la situación inicial de la segunda. El conflicto de la primera trama incluye al Rey Sancho y a Busto como antagonistas, a Estrella como el objeto por el cual se enfrentan los dos, y a Sancho Ortiz como el instrumento que usa el Rey para eliminar a Busto y resolver el enfrentamiento. El conflicto de la segunda trama opone inicialmente al Rey y a Sancho Ortiz como rivales en una guerra de silencio, pero termina por incluir al pueblo entero de Sevilla como antagonista del Rey. Los alcaldes son, por su parte, los agentes que representan y ejecutan la justicia del Rey, en su nombre, y contra la voluntad del Rey mismo.6
La dicotomía que constituye la figura del Rey y las oposiciones que organizan la marcha de la acción encuentran su equivalente en la obsesiva dualidad con que la obra distribuye funciones dramáticas, personajes y relaciones, lugares, objetos significativos y aun nombres propios. Están, en principio, los dos Sanchos, el de Castilla, que es Rey, aunque lo nieguen sus acciones, y el sevillano, que actúa como un rey, aunque no lo sea. Están, además, Sevilla y Castilla, que se oponen como la persona institucional del monarca se opone a su persona puramente “natural”. Están también los dos candidatos al puesto de la frontera, los dos alcaldes, Farfán y don Pedro, el rey y la comunidad de sus vasallos y, por supuesto, el Rey y su cómplice don Arias; hay, además, dos memoriales en los que Gonzalo de Ulloa y Fernán Pérez de Medina piden el puesto de general de Archidona, dos intentos por parte del Rey de entrar en casa de Busto, dos desafíos y dos duelos espada en mano, dos muertes (Natilde y Busto), dos cartas que el Rey le da a Sancho Ortiz, dos promesas, que el Rey hace en privado pero es forzado a cumplir en público, dos instancias en las que el Rey intenta, en privado, influir en el veredicto de los alcaldes, dos anuncios públicos de la sentencia de muerte de Sancho Ortiz, y dos confesiones públicas que enmarcan la segunda trama: la que hace Sancho Ortiz inmediatamente después de matar a Busto Tavera, y la que hace el Rey en la última escena de la obra, cuando finalmente asume responsabilidad por el asesinato de Busto.
La Estrella de Sevilla está claramente organizada en términos de oposiciones como presencia/ausencia, yo/los otros, privado/público, deseo personal/obligación social, discurso/silencio, oír/ser sordo, ocultar/exponer, engañar/ser veraz, actuar/negarse a actuar, y también la pareja canónica amor/honor. Estas oposiciones constituyen el mundo ético y social de la mayor parte de las comedias del Siglo de Oro. Pero lo que distingue a La Estrella de Sevilla es que en su mundo la equivalencia canónica entre rey y ley adquiere el valor de una contradicción irreductible y la oposición convencional entre lo justo y el gusto se convierte en una total identidad que don Arias erige en norma general de conducta para aconsejar al Rey:
Pague [Busto] con muerte el disgusto;
degüéllale; vea el sol
naciendo el castigo justo,
pues en el orbe español
no hay más leyes que tu gusto.
(II, viii, 1185-1189. El énfasis es mío.)
A esta regla que enuncia don Arias se ajusta la manera de actuar del Rey Sancho hasta la penúltima escena de la obra. Al principio, al Rey le importa sólo la satisfacción inmediata de su deseo, a cualquier precio y del modo que sea. Pero después de su violento enfrentamiento con Busto, el deseo de vengar su humillación le resulta más irresistible aun que el deseo de poseer a Estrella. Y después que Sancho Ortiz ejecuta su venganza, el deseo de protegerse se transforma en la fuerza que determina exclusivamente sus acciones. Hay una cierta lógica pragmática y emocional en la trayectoria del deseo del Rey: pasa de la agresión sexual (que no puede consumar) a la agresión física (que otro ejecuta en su nombre), y de ésta a la persistente autodefensa (que apenas consigue llevar a cabo por su propia cuenta). El Rey necesita que se despliegue el curso entero de acción de la tragedia para comprender que la afirmación de don Arias puede no corresponder a ninguna realidad empírica compartible con otros. Sólo en la última escena, y con dificultad, entiende el Rey que su deseo personal no tiene el poder performativo de su palabra institucional, que en el orbe español hay, por cierto, otras leyes que su gusto.
En “The Shame of Writing in La Estrella de Sevilla”, Elias Rivers señala que la obra plantea la cuestión de qué hacer cuando el honor como sistema social de convenciones compartidas por una comunidad falla en la persona del rey.7 A diferencia de lo que ocurre con el corrupto comendador de Fuenteovejuna, es obviamente imposible matar a un rey para que lo sustituya una autoridad política superior, porque tal autoridad no existe. En la mayor parte de los dramas del Siglo de Oro, el monarca, como encarnación de la ley, está a cargo de proteger o restituir el honor de sus súbditos y de castigar a los transgresores. Como persona institucional, un rey es un modelo de total subordinación del yo al contexto social, del interés privado a las obligaciones públicas. Pero el Rey Sancho es corrupto precisamente porque subordina el sistema social a sus propios deseos y el bien público a sus pasiones privadas. Lo que distingue a La Estrella de Sevilla y le da una excepcional fuerza dramática es que la ley y las más violentas transgresiones de la ley conviven en la paradójica figura del Rey Sancho.
El Rey Sancho usa el poder y la autoridad no para restituir el honor de sus súbditos sino para deshonrarlos, no para castigar transgresiones sino para cometerlas con impunidad.8 Pero si Sancho fracasa como rey, no fracasa menos como transgresor: cuando intenta halagar a Busto, sólo consigue ofender su sentido del honor (I, v); cuando intenta ver a Estrella en secreto, Busto lo descubre (II, v); cuando trata de cambiar el curso de la justicia, lo desautorizan los alcaldes que actúan en su nombre (III, xvi), y aunque se refugia en un silencio obstinado para no admitir su responsabilidad por la muerte de Busto, al final de la obra se ve forzado a hablar (III, xviii). El texto de La Estrella de Sevilla hace que se enfrenten el deseo personal y las obligaciones sociales, el interés privado y las instituciones públicas. El desarrollo de la acción pone a prueba los límites de estas obligaciones, intereses y deseos, expone las exigencias de cada uno y examina sus posibilidades de conflicto y conciliación.
Este espacio ético donde públicamente se encuentran lo privado y lo público es, en el sentido más literal, el espacio privilegiado del drama. Es también la dimensión del lenguaje que han explorado los mejores filósofos contemporáneos del lenguaje. Para Austin, como para Wittgenstein, el lenguaje no es un mero instrumento o un medio para expresarnos o referirnos a objetos y acontecimientos externos al discurso; el lenguaje es una forma de vida: “ordenar, preguntar, relatar, charlar son parte tan legítima de nuestra historia natural como caminar, comer, beber, jugar”.9 Esta forma humana de vida, que no tendríamos sin lenguaje, consiste esencialmente en ciertos procedimientos convencionales en los que ciertas palabras, dichas por ciertas personas, en ciertas circunstancias, tienen ciertos efectos también convencionales.10 La competencia lingüística sería imposible, aun en sus aspectos más formales, sin estos procedimientos o sin sus efectos convencionalmente determinados. Saber usar, por ejemplo, el tiempo futuro en español es saber que al enunciarlo en una frase, en un contexto normal de comunicación, hacemos una predicción, o amenazamos a alguien, o le prometemos algo; es también saber que, en cualquiera de los tres casos, nuestras palabras tienen consecuencias, nos crean alguna obligación para con el oyente, nos comprometen a seguir un cierto curso de acción o nos hacen responsables por alguna forma de conocimiento o alguna capacidad que pretendemos poseer. La Estrella de Sevilla prefigura algunos de los conceptos más audaces y fértiles de la filosofía contemporánea del lenguaje. En la obra, como en Austin y Wittgenstein, los valores éticos, la decencia tanto como la corrupción, tienen su origen en el lenguaje y su condición de posibilidad en la práctica del discurso: el progreso de la tragedia está marcado por la escrupulosa consciencia lingüística de los sevillanos (Busto, Sancho Ortiz, Estrella, los alcaldes) y por la mezcla de incompetencia y duplicidad que caracteriza la práctica discursiva del Rey y don Arias.
Es imposible hacer justicia a la riqueza y complejidad de carácter de Don Arias en un trabajo que no está exclusivamente dedicado a su figura. Don Arias encarna la visión más sombría e inquietante del privado, y la más estrictamente literal: su presencia y sus actos parecen provocar o inspirar la más ciega privatización de la conducta del Rey, la sumisión total de la persona pública al capricho o a los fantasmas del deseo. En la escena segunda del primer acto, después de confesar su obsesión por Estrella, el Rey Sancho pregunta: “¿Qué orden, don Arias, darás, / para que la vea y hable?” (vv. 191-92). Don Arias responde sin vacilar: “Esa Estrella favorable, / a pesar del sol, verás” (vv. 193-94). Y poco después confirma: “Yo esta Estrella te daré” (v. 216). La primera frase (“Esa Estrella favorable ... verás”) puede ser una predicción o una promesa. Si es una predicción, su validez depende de que don Arias crea que Estrella actuará, en efecto, del modo predicho y que su convicción esté basada en un conocimiento suficiente de Estrella y de sus circunstancias. Si es una promesa, don Arias asume la obligación de cumplir su promesa y debe ser capaz de cumplirla. Sin embargo, para la predicción, don Arias puede tener la creencia, pero carece del conocimiento imprescindible, como lo revela más tarde su intento fallido de sobornar a Estrella (I, xii). Para la promesa, don Arias es, desde todo punto de vista, la persona inapropiada. Si se trata de los favores de Estrella, sólo Estrella (o Busto en su nombre) puede asumir la obligación de concederlos. Algo similar ocurre con la segunda frase (“Yo esta Estrella te daré”). En este caso no hay ambigüedad: don Arias promete darle al Rey la posesión de Estrella. Pero una vez más, don Arias desestima la integridad de los otros y los límites de su propio poder, porque dar la posesión de Estrella, al Rey o a quien sea, está simplemente fuera de su control. Como en estos dos ejemplos, en el resto de la obra don Arias predice o aconseja sin el conocimiento necesario, promete lo que no tiene el poder de cumplir, trata de persuadir o de sobornar a las personas menos sobornables, en las circunstancias menos propicias, con las palabras menos eficaces.
El Rey, por su parte, tiene la capacidad institucional de crear o constituir la realidad con sus palabras: declara que establece su corte en Sevilla (I, i), y su corte está establecida en Sevilla, nombra a Busto camarero real (I, v), y Busto es camarero real. Pero a pesar de su poder institucional, el Rey Sancho es tan incompetente como don Arias en la práctica del discurso. El primer encuentro de Busto con el Rey, en la escena V del acto primero, revela cómo la postura ética de cada personaje está inextricablemente atada a su conducta lingüística, a la manera en que cada uno le habla y escucha al otro. Para conseguir los favores de Estrella, el Rey intenta sobornar a Busto proponiéndole que sea juez y parte en la decisión de nombrar a un nuevo general en la frontera de Archidona. El Rey le ordena a Busto, primero, que lea los memoriales de los otros dos aspirantes y, luego, que exponga sus propios méritos. Cuando lee los memoriales, Busto presta minuciosa atención a las demandas de cada aspirante y al valor de sus servicios. Cuando debe hablar de sí mismo, Busto afirma simplemente que no tiene méritos que exponer y se niega a enunciar palabras vacías de contenido referencial:
No sé
servicio aquí que decir
por donde pueda pedir
ni por donde se me dé. (I, v: 357-360)
Para Busto, su honor depende de lo que él mismo ha hecho, de sus obras, y por eso se niega a reclamar como propio el servicio de sus antepasados. Busto se descalifica sobre estas bases bien concretas e invoca, a favor del mérito de los otros dos aspirantes, el ideal de justicia que debe unir al rey con la comunidad de sus súbditos:
la justicia, para sello,
ha de ser bien ordenada,
porque es caridad sagrada
que Dios cuelga de un cabello. (I, v: 369-372)
En nombre de esta justicia, Busto le aconseja al Rey que dé el puesto a Fernán Pérez. El Rey acepta el consejo —no tiene otra alternativa— y admite, a su pesar, su primera, inesperada, derrota: “Sea, pues vos lo queréis” (v. 392). Pero esta respuesta revela su sordera con respecto a las palabras de Busto, su mala voluntad o su incapacidad para oír nada que contradiga al texto de su deseo. La concesión del Rey invierte lo que para Busto es un pedido de justicia —lo que es justo— y lo transforma en una simple cuestión de gusto, en algo trivial y arbitrario que se complace, de manera igualmente arbitraria y trivial, en conceder.
A la sordera selectiva del Rey, la obra opone el agudísimo oído de Busto Tavera: en las palabras con las que el Rey acepta su consejo, Busto puede oír el rechazo de sus propias palabras, de sus razones, de él mismo como otro, es decir, como alguien cuya exigencia de ser simplemente oído afirma el primer derecho, quizá el único, que podemos reclamar. Por eso, en su respuesta, Busto vuelve a afirmar sus palabras, sus razones, su demanda de que el Rey, en efecto, lo oiga:
Sólo quiero (y la razón
y la justicia lo quieren)
darles a los que sirvieren
debida satisfacción. (I. v: 393-396)
El Rey, por un momento, abandona su sordera deliberada y admite que la integridad de Busto lo “avergüenza”. Pero inmediatamente transforma su admisión en un nuevo intento de halagar a Busto y comprar su aquiescencia, esta vez nombrándolo camarero real.
De este modo, el Rey Sancho hace nombramientos no para dar honor sino para sobornar; promete lo que no puede o no querrá hacer (por ejemplo, asumir responsabilidad por la muerte que él mismo ordenó); intenta persuadir a Busto, a Sancho Ortiz, a los alcaldes, de que actúen en contra de su propia conciencia, o de su honor, o de sus obligaciones institucionales, en contra de todo lo que constituye su orden social, su forma de vida. El Rey Sancho está condenado al fracaso, no tanto porque quebranta la ley, aunque en efecto lo hace, sino porque, con todo su poder institucional, exige que otros lo hagan. La corrupción del Rey Sancho, su abuso de autoridad, reside en su sordera para la ética del lenguaje, en su incapacidad para reconocer y respetar los acuerdos que constituyen nuestras formas de vida inevitablemente compartidas con otros.
Los sevillanos, en cambio, tienen lúcida conciencia de la fuerza moral, social, política del decir. Busto Tavera, Sancho Ortiz, los alcaldes entienden lo que el Rey parece no entender: que el lenguaje es irrevocablemente convencional, que es un espacio ocupado desde siempre por los otros, por la autoridad que nos conceden al precio de las responsabilidades y las obligaciones que asumimos públicamente con ellos. El valor performativo de ciertos actos de discurso y de la palabra real existe en La Estrella de Sevilla no sólo como resorte de la acción sino como parte activa de la conciencia lingüística y ética de los sevillanos. Con palabras que recuerdan las de Austin, Sancho Ortiz invoca precisamente este valor del discurso institucional del monarca para rechazar la cédula que el Rey le ofrece, por anticipado, como descargo de culpa por la muerte de Busto Tavera:
Si vuestras palabras cobran
valor que los montes labra,
y ellas cuanto dicen obran,
dándome aquí la palabra,
señor, los papeles sobran.
(II, x: 1562-1566. El énfasis es mío.)
Y más adelante, cuando se niega a confesar el motivo por el que acaba de matar a Busto, Sancho afirma:
Decidle al Rey mi señor
que tienen los sevillanos
las palabras en las manos.
(II, xvi:1845-1847. El énfasis es mío.)
Sancho Ortiz es, sin duda, la perfecta contra-figura del Rey: mata a Busto no tanto por respeto ciego a una arbitraria autoridad real sino por lealtad a la palabra que empeñó; se acusa públicamente por la muerte de Busto porque asume total responsabilidad por el crimen que cometió para cumplir su promesa; y está dispuesto a morir en silencio antes que identificar al Rey como instigador del crimen, porque, una vez más, dio su palabra de mantener la identidad del Rey en secreto. Desde el principio hasta el final del tercer acto, Sancho Ortiz se niega a revelar lo que sólo el Rey debería confesar públicamente:
Yo, si atropello
mi gusto, guardo la ley.
Esto, señor, es ser Rey,
y esto, señor, es no sello.
Entendello y no entendello
importa, pues yo lo callo.
Yo lo maté, no hay negallo;
mas el porqué no diré:
otro confiese el porqué
pues yo confieso el matallo.
(II, xv: 1871-1880. El énfasis es mío.)
La aparente paradoja de La Estrella de Sevilla es que el Rey Sancho debe fracasar, y fracasar públicamente, para poder ser verdaderamente rey, en los actos, sólo al final de la obra; que, para legitimarse, su autoridad debe ser primero revocada por la comunidad de sus súbditos; que las exigencias absolutas de su yo privado deben encontrar su límite en el apego de la comunidad a sus convenciones, a sus ritos. Todo esto ocurre, de una sola vez, en la última escena de la tragedia, cuando el Rey consigue, no sin trabajo, proferir su primer performativo feliz:
FARFAN. Mirad, señor.
que así Sevilla se agravia,
y [Sancho] debe morir.REY (a Don Arias). ¿Qué haré,
que me apura y acobarda
esta gente?
ARIAS. Hablad.
REY. Sevilla,
matadme a mí, que fui causa
desta muerte. Yo mandé
matalle.
(III, xviii, 2964-2971. El énfasis es mío.)
Esta confesión puede interpretarse como una verdadera conversión, como un acto casi religioso de redención por medio del arrepentimiento y la vergüenza públicos.11 Pero también podemos verla como simple recurso para evitar una franca rebelión, como un acto ejecutado por fuerza y sin convicción. La obra no requiere que tomemos partido por una u otra interpretación para definir la dirección ética de su desenlace. Los súbditos sevillanos no exigen del Rey una conversion “espiritual”, un cambio “interior”, privado e incognoscible. La comunidad consigue poner límite a la corrupción de Sancho enseñándole a hablar, por fin, públicamente, como un rey.12
La Estrella de Sevilla se abre y se cierra con escenas públicas, las únicas escenas rituales de toda la obra. Entre estas dos escenas, la tragedia despliega todas las consecuencias de dejar la subjetividad del Rey en completa libertad. En la estructura del drama, la subjetividad de Sancho encuentra sus límites en la comunidad de sus súbditos, de cuyo acuerdo depende el ejercicio legítimo de su propia autoridad.13 La dirección ética de la obra insiste en afirmar que los acuerdos que constituyen nuestras formas comunitarias de vida son acuerdos sobre el lenguaje que usamos, sobre cómo lo usamos. Los súbditos sevillanos le enseñan al Rey una lección que reitera los términos en los que Lope define el decoro de la persona pública del monarca: “Si hablare el rey, imite cuanto pueda / la gravedad real”.14 La frase del Arte nuevo es engañosamente simple. ¿Quién debe imitar la “gravedad real”? ¿El rey? ¿El actor que hace de rey? ¿Hay alguna diferencia entre los dos? ¿Es ser rey algo más que representar decorosamente un papel ya inscrito, y prescrito, en la trama institucional de una monarquía? La ambigüedad del texto de Lope subraya el carácter esencialmente dramático, performativo, de cualquier orden político y de toda institución social. La respuesta de La Estrella de Sevilla es que, en el caso del rey, el papel es todo lo que hay, y el decoro con el que se lo dice, todo lo que cuenta.
NOTAS
1. Todas las citas de La Estrella de Sevilla corresponden al texto de la edición de José Martel y Hymen Alpern, en Diez Comedias del Siglo de Oro (Prospect Heights, Illinois: Waveland Press, 1985).
2. “Dirán, / puesto que al contrario sea, / que venistes a mi casa / por ver a mi hermana; y puesta / en buena opinión su fama / está a pique de perderla; / que el honor es cristal puro / que con un soplo se quiebra” (I, xi: 738-744).
3. Ver, por ejemplo, I, v: 313-315; II, i: 927-950; II, v:1021, 1041, 1048-49; II, vi: 1101-1104. Ver también las escenas en las que hablan Don Arias y el Rey solos y que, como los apartes, constituyen espacios dialógicos en los que se representan las “verdaderas” intenciones de los personajes: I, ii; I, iv; I, xvi; II, viii; II, x; III, x: 2682-2710.
4. Carecemos todavía en español de una terminología relativamente coherente para los actos de discurso y, en general, para los aspectos pragmáticos del lenguaje. Los términos actuativo y realizativo, que se han acuñado para traducir la palabra inglesa performative, tienen la ventaja de responder a las normas de derivación en español. El problema es que el significado de los dos adjetivos es notablemente general y abstracto. Recurro al neologismo performativo, es decir, al anglicismo deliberado, porque en este caso sirve para recordar que perform y performative denotan en inglés una actuación concreta, circunstancial y pública.
5. La caracterización de Sancho IV en La Estrella de Sevilla evoca explícitamente, invirtiendo el valor de sus términos, la doctrina de las dos personas del rey, la natural, compartida con el resto de los hombres, y la política, de carácter divino. Cf. Ernst H. Kantorowicz, The King’s Two Bodies: A Study in Medieval Political Theology (Princeton: Princeton University Press, 1957).
6. La doctrina del carácter divino de la monarquía incluye la posibilidad de oponerse al cuerpo natural del rey en nombre de su cuerpo político. Kantorowicz (p. 21) registra varias instancias concretas en las que una corte judicial pronuncia su veredicto en contra de la voluntad o la orden expresa del rey.
7. Elias L. Rivers, “The Shame of Writing in La Estrella de Sevilla,” Folio 12 (1980): 105-117.
8. Sobre la caracterización del Rey como transgresor del código de honor, ver J. L. Brooks, “La Estrella de Sevilla: Admirable y famosa tragedia”, Bulletin of Hispanic Studies 32 (1955): 8ss.
9. Ludwig Wittgenstein, Philosophical Investigations, traducción de G. E. M. Anscombe (New York: Macmillan, 1958) I, 25. La traducción del inglés es mía.
10. Ver John L. Austin, How to Do Things With Words (Cambridge: Harvard University Press, 1975) y John R. Searle, Speech Acts (Cambridge: Cambridge University Press, 1969).
11. En su artículo, “Ritual Action and Form in La Estrella de Sevilla,” Homenaje a William L. Fichter, eds. David Kossoff y José Amor y Vázquez (Madrid: Castalia, 1971) 512, William C. McCrary interpreta la confesión del Rey Sancho como un acto sacramental que es a la vez expiación de sus faltas y prueba de su conversión espiritual.
12. “A murder has been committed, but, beyond that, the so-called facts of the case are not what matters: a formal speech act accepting responsibility is what Sancho’s honor, and the community’s, demand. . . . The whole agon of La Estrella de Sevilla is organized around this single act of saying the required words, which constitute the denouement of the play. In this play, the protagonist does not die: he learns, under pressure, the wisdom of obeying the speech-act rules of the community.” Elias L. Rivers, “The Comedia as Discursive Action,” en Studies in Honor of Bruce W. Wardropper, eds. Dian Fox, Harry Sieber, y Robert TerHorst (Newark, Delaware: Juan de la Cuesta, 1989) 252.
13. Para la relación entre la ciudad de Sevilla y las columnas de Hércules (Gibraltar) como emblemas de la conciencia que los reyes tienen, o deben tener, acerca de los límites de su propio poder, ver Frederick de Armas, “The Apples of Colchis: Key to an Interpretation of La Estrella de Sevilla,” Forum for Modern Language Studies 15 (1979): 4.
14. Lope de Vega, El arte nuevo de hacer comedias en este tiempo, ed. Juana de José Prades (Madrid: Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1971) 296, vv. 269-270.