7 de Abril de 2025
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Colección: INTERAMER
Número: 50
Autor: Inés Azar, Ed.
Título: El puente de las palabras. Homenaje a David Lagmanovich

UNA ESCRITURA DE LO INTERSTICIAL:
LAS FORMAS BREVES EN LA NARRATIVA
HISPANOAMERICANA CONTEMPORÁNEA

Laura Pollastri
Universidad Nacional del Comahue, Neuquén

Los escritores hispanoamericanos han hecho de la lectura la forma primordial de su creación. Herederos de una tradición de la que no se sienten propietarios, elaboran estratagemas para obtener un título de propiedad que los lleva a un repaso obsesivo de las bibliotecas del mundo.1 Es así que la originalidad de esta escritura no descansa en la palabra inédita, prolijamente acuñada para llenar un espacio vacío; su gran lujo es vestirse de gala con los fastos obtenidos de los monumentos y hacerlos cohabitar con lo que no se recupera por ínfimo, lo destinado al consumo diario y al olvido, en otras palabras, lo menor. Y en esta tarea, entre anticuario y rapaz, nuestro verbo alcanza una excelsitud distinta: ciclópeo esfuerzo el de transformar en sustancia, en logos, en palabra literaria el margen del mundo.

Una primera consecuencia de esta actitud es la posibilidad abierta de que cualquier texto se vuelva literatura; irreverente acarreo de quien no se siente gravado por una deuda de sangre con las cargas de la primogenitura: separar lo que está junto, unir lo irreconciliable en un sincretismo hijo de la ausencia de temor a la maldición paterna. No hay acto herético, ni gesto de protesta, ni acción revolucionaria en quien opera al margen de una ley que no ha sido formulada para regir sus acciones.

Sin una unidad previa, sin un origen único y reconocible, lo que se advierte es una multiplicación y proliferación de objetos y seres. Para aprehender esta situación por medio de la escritura, la única conducta viable es la fragmentación: en ella se manifiesta la ausencia de origen, la imposibilidad de reconstruir una totalidad, a menos que acordemos que esa totalidad es el infinito.2 Sin monumentos, sin ley, sin padres propios, esta escritura elabora las estrategias del autogénesis. Escrito el libro de Occidente, colmadas sus bibliotecas, este autoengendramiento forzosamente será una repetición.

Este mito de origen ha dado obras de condición heterogénea: Cien años de soledad de Gabriel García Márquez,3 Pedro Páramo de Juan Rulfo,4 La feria de Juan José Arreola5 o Rayuela de Julio Cortázar,6 y en otro campo de la escritura: El laberinto de la soledad de Octavio Paz7 o Transculturación narrativa en América Latina de Ángel Rama.8 No es necesario abundar en títulos para ejemplificar la lucha radical en la búsqueda del principio. El signo de este conflicto rubrica nuestra literatura desde sus primeras obras. La escritura del Inca Garcilaso de la Vega, para citar el ejemplo de un fundador, no es sino el itinerario verbal para, ante la ausencia de lugar propio —atopía—, la ausencia de escritura propia —atipia—, generar el espacio ideal —utopía—9 donde poder incorporar la mínima diacronía de una vida en la historia de dos mundos que, sin embargo, son uno solo, en la necesidad por volver verbo una paternidad ausente.

Sincretismo, irreverencia, autoengendramiento, fragmentación, literaturización de todos los componentes de la existencia: todos estos elementos crean las condiciones para el desarrollo de las formas breves de la narrativa hispanoamericana y, a la vez, están presentes en ellas.

Es indudable que en las letras hispanoamericanas se advierten fenómenos que son específicos de su evolución literaria y que no se pueden pensar desde marcos teóricos extra-continentales. Nos referimos, por ejemplo, a sus vanguardias literarias, a la gauchesca rioplatense —para la que Josefina Ludmer10 ha elaborado un marco teórico propio, marcando una línea de trabajo dentro de la teoría que es preciso continuar—, o —y este es el punto que deseamos abordar— la línea de desarrollo que han tomado las formas breves dentro de la producción de nuestros escritores, adquiriendo rasgos que la distinguen de la producción de otras latitudes.

Un género considerado históricamente menor, el cuento, ha sido elegido como forma de expresión literaria por escritores hispanoamericanos: junto con producciones de mayor prestigio, y algunos casi exclusivamente, frecuentan con éxito esta forma como nunca antes entre los escritores de habla hispana. Jorge Luis Borges, Juan José Arreola, Augusto Monterroso, Julio Cortázar, Juan Rulfo, Gabriel García Márquez son prestigiosos ejemplos de esta circunstancia.11 Junto a este fenómeno que habría que estudiar en extenso,12 se registra otro: aproximadamente hacia los años 50,13 un conjunto de cuentistas intenta —primero esporádicamente y luego con mayor frecuencia hasta constituirse en un fenómeno de magnitud considerable— la producción de pequeños textos de sorprendente heterogeneidad. Estos textos han sido llamados micro-relatos, minicuentos, microcuentos o minificciones.14 El campo de la escritura que abarcan, tomando como rasgo distintivo la extrema brevedad —con un criterio puramente pragmático— comprendería desde el texto ficcional más breve dentro de la producción de autores hispanoamericanos —nos referimos a “El dinosaurio”15 de Augusto Monterroso— que abarca una sola línea, siete palabras, hasta los textos de no más de dos páginas, unas seiscientas palabras (“La migala”16 de Juan José Arreola o “Continuidad de los parques” de Cortázar17 constituirían claros ejemplos).

En el corpus construido de este modo no sólo ingresan cuentos, sino fábulas, alegorías, bestiarios —pensemos, por ejemplo, en los textos de Falsificaciones de Marco Denevi—,18 formas que una literatura “moderna” descartaría por extemporáneas; también se incorporan textos con modulaciones discursivas apropiadas para los medios masivos de comunicación, pero que algunos “rigurosos” considerarían ajenas a la expresión literaria.

Por los años durante los que se consolidan los rasgos de esta escritura, el trabajo exhaustivo sobre las formas breves en prosa configura una concepción de literatura que en adelante no les será exclusiva: fundamentalmente se liberan sus fronteras a nivel sincrónico y diacrónico. En primer lugar, una concepción de lo actual que no se refiere al objeto literario, sino a la mirada del sujeto sobre ese objeto, y en esa mirada confluyen tanto el hablante literario como el lector, ya que ambos leen de una manera liberadora lo que la ausencia de perspectiva histórica les hubiera impedido: no se deslegitiman formas por una cuestión de desuso, sino que se les permite insertarse en el marco de lo que se considera una escritura contemporánea. Por otra parte, esta misma mirada permite que ingresen al discurso literario textos que sin esa lectura liberadora permanecerían ajenos a lo que en otras épocas se consideraba literatura.

Para favorecer la exposición, comencemos nuestro análisis con una de estas formas: el cuento. Es indudable que poner el acento en la extrema brevedad y hacer del recuento de palabras la línea demarcatoria puede resultar sospechoso. Sin embargo, es la proliferación de cuentos de una extensión menor que la habitual la que nos habla de una voluntad escrituraria al margen de los hábitos establecidos y entronizados por la tradición. Esos hábitos, como cualquier otro, dependen de la época y de los lugares específicos a los que nos refiramos. Por ejemplo: Edgar A. Poe y Horacio Quiroga impartieron en América una cierta retórica del cuento,19 útil para trabajar con las producciones de las épocas y lugares correspondientes, o para establecer términos de comparación con producciones posteriores, pero insuficientes para describir la obra literaria de escritores cuya producción avanza en la segunda mitad de nuestro siglo. No obstante, escritores y críticos posteriores han construido, a partir de las palabras de Poe y Quiroga, un arquetipo que pasó a funcionar con carácter de ley. De este modo, se ha producido una especie de síntesis intemporal que crea la idea de un congelamiento de la forma “cuento”. Da testimonio de esta actitud, el esfuerzo teórico de Cortázar, por ejemplo —en trabajos como “Algunos aspectos del cuento”20 o “Del cuento breve y sus alrededores”21— para enmarcar sus producciones dentro del modelo quiroguiano. Sin embargo, sus propias producciones y la de sus contemporáneos se manifiestan como subversivas respecto de esta ley; pero para que exista la subversión, debe estar constantemente en el horizonte la ley, y mantener de algún modo su vigencia.

Si el cuento es una narración breve en prosa, es la mayor brevedad de estos cuentos la que los determina. Si un cuento “bien logrado” —empleamos la expresión quiroguiana— debe apuntar hacia el final, es la aparente ausencia del final o de esa clase de final la que nos hace verlos como un discurso interrumpido. La presencia de personajes caracterizados en aquéllos es la que nos hace sentir la esquematización de éstos. Se hace evidente que la idea que tenemos como lectores de lo que debe ser un cuento es la matriz de todas estas cuestiones, la potencia temática no tematizable.

Aventuramos esta hipótesis a partir de un rasgo que se verifica en “El dinosaurio” de Augusto Monterroso y en “Cuento de horror” de Arreola.22 Los textos que trabajamos formulan explícitamente un pacto de lectura: en los títulos de los libros, en los sectores que los dividen o directamente en el título del cuento aparece la mención a esta forma literaria, cuentos. La presencia de este topos singular, de esta cláusula genérica situada dentro o fuera de la obra, problematiza y a la vez enmarca la cuestión dentro de los límites de la clasificación: a-genericidad o de-generación de eso que se postula como cuento.

Veamos el caso de “Cuento de horror”; este es el cuento completo:

La mujer que amé se ha convertido en fantasma. Yo soy el lugar de las apariciones.

Es interesante señalar la cuádruple notación que antecede su lectura: a) el texto va incluido en un volumen titulado Palindroma. Esto nos habla de una peculiar disposición de la escritura que la faculta para ser leída en dos sentidos manteniendo un mismo significado; b) el sector que lo comprende se titula “Variaciones sintácticas”; lo que se refiere a una postura respecto de la gramática, vale decir, de la norma que rige la lengua; c) el subsector que lo incluye lleva el título “Doxografías”. Aquí se hace referencia a una ajenidad de la escritura, y no sólo de ella, sino también de la opinión que sostiene —“doxógrafos” son los compiladores de opiniones—; d) el texto se titula “Cuento de horror”. A la falta de redundancia en un aspecto, en función de la exigua magnitud territorial de estos textos, se le opone la actitud contraria en otro: se sitúa exactamente el objeto dentro de los sistemas de la lengua, el conocimiento, la literatura para luego ¿frustrar? nuestra expectativa con una mínima expresión de su potencialidad. Todas las alusiones paratextuales nos orientan dentro de sistemas, que luego cuestionan.

Tomemos el otro ejemplo citado, “El dinosaurio”. Las siete palabras que lo componen son las siguientes:

Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.

Este texto se nos entrega con una petición de principio, la de que es un cuento, incluido en Obras completas (y otros cuentos). Con este gesto inicial se inauguran una serie de rupturas respecto de códigos establecidos. La principal, que en un cuento no implica extensión, o mejor, que no implica más extensión que esta que se nos entrega —y el cuento aparece dispuesto de manera tal que ocupa cuatro páginas: el título, una página en blanco, el cuento, otra página en blanco—. Así se cuestiona fundamentalmente la noción de literatura como espacio escrito. Si tomamos la palabra como materia que se desarrolla en alguna parte, la literatura tal como se la entiende en el siglo XX es palabra impresa; es, materialmente hablando, tinta y papel. Por lo tanto, que el escritor como productor de esa literatura se autolimite y restrinja hasta reducir la escritura a su mínima expresión, ampliando los espacios en blanco —¿vacíos?— implica una toma de partido.

Desde este punto de vista, es muy productivo revisar las publicaciones que se dedican a dar difusión a estos textos. La primera, cronológicamente hablando, El cuento de México; la otra que deseamos mencionar es Puro cuento de la Argentina. La elección de tales nombres para estas revistas por parte de sus editores evidencia hasta qué punto se asume el pacto genérico. Y aún más: el primer número de Puro cuento lleva impreso en la contratapa el “Decálogo del perfecto cuentista” de Quiroga.23

Si se programa la lectura desde el género “cuento” es para que repongamos los blancos del texto a fin de ajustarlo a determinada preceptiva; o bien, para que desarticulemos esa preceptiva y la adecuemos al texto concreto que estamos leyendo. En ambos casos se plantea la lectura como implicación: creativa o “cómplice”. El punto extremo de esta complicidad aparece tematizado en “Continuidad de los parques”. Las fronteras entre un texto y otro, entre lector y texto, son abolidas: ya no sólo la escritura se especulariza en un juego intertextual, sino también la lectura. Por una parte leemos la historia de un personaje que lee; por otra, implícitamente, y aún sin tener conciencia de ello, la lectura que hace un narrador de otro, en un juego abismal de lo oculto y lo manifiesto.24 De este modo, la escritura se da como acto posterior a la lectura. Jorge Luis Borges nos ofrece una perspectiva desde la que podemos interpretar esta situación. Dice en uno de su prólogos más citados:

Desvarío laborioso y empobrecedor el de componer vastos libros; el de explayar en quinientas páginas una idea cuya perfecta exposición oral cabe en pocos minutos. Mejor procedimiento es simular que estos libros ya existen y ofrecer un resumen, un comentario.25

Su simulacro es el de presumir la existencia de textos inexistentes; el de estos escritores es la anotación al margen de un texto ausente: no producción sino re-producción, re-lato en el sentido etimológico de la palabra.

Estas estrategias subrayan el carácter fragmentario de los textos: el fragmento como transferencia textual, que no es cita, ni tampoco versión, ni mutilación, sino núcleo productor de relaciones textuales inesperadas. Lo fragmentario no como un nuevo orden sino como principio de desorden y caos. Al no patentizarse como la completa actualización de una forma, sino como fragmento de la misma, se crea un espacio virtual que circunda el texto y que lectores más o menos atentos pueden intentar completar. Así se entrega la autoridad del texto al lector. Paralelamente, esto produce un movimiento de síntesis: personajes, acciones, historias presentados en su mínima expresión textual y a la vez ampliados a todas sus posibilidades; acciones, historias y personajes como representantes paradigmáticos de muchos otros que multiplican los desarrollos de los que el texto concreto representa un estímulo.

Un cuentista escribe un cuento, lo presenta como cuento y el lector lo lee desde esa perspectiva. Pero este texto no parece un cuento; le faltan elementos que un lector de cuentos exigiría para aceptarlo como tal. La crítica sale al cruce de este conflicto y postula: “es un mini-cuento”. ¿Qué se quiere decir con esto? ¿que tiene todos los elementos de un cuento pero compactados, o que los elementos de los que carece no son esenciales a ese concepto abstracto que se tiene del cuento? Ese concepto era la verdad de ayer respecto del cuento que señalaba tantos personajes, tal extensión y tales condiciones para permitir la existencia de esa forma: cuento. Al presentarse como cuentos, estos textos crean una frontera permeable en la norma, frontera cuya labilidad impide su clausura. Nombrarlos de otro modo que como fueron concebidos es permitir lo que ellos expresamente intentan impedir. Crear otra norma que los contenga es expulsarlos del lugar que es su razón de ser: su situación dentro de la ley. Este no ser cuentos, o solo serlo parcialmente, impide la clausura que implica todo modelo, toda poética, todo género. Al declararse como algo que aparentemente no son, en contraste con una ley que delimita lo esencial de eso que deberían ser, alcanzan identidad a la vez que fisuran los límites de las categorías.

Más allá de que las menciones genéricas de estos textos pueden ser tomadas como tramposas, lo cierto es que ellas crean un continente donde van a caer estos textos para romper con todos los impedimentos que dificultan su identificación, y, con camaleónica pericia, terminan por ser aquello de lo que se disfrazan. El cuento está allí; pero esto no es solamente producto de la mención titulante o subtitulante, sino de la confluencia del texto, el contexto, el intertexto y la lectura.

Hasta aquí hemos trabajado con la relación que existe entre textos específicos que llevan la mención implícita o explícita de la forma “cuento”, con esa forma en particular. Como lo hemos señalado, en nuestro corpus hay piezas de las más diversas formas de la narrativa breve. En ellas hay un gesto que se repite: la mención de un tipo literario —fábula,26 historia, bestiario—27 que es tenido como norma y como ley. Esa ley enmarca las piezas, las recorta en el cuerpo de un sistema que, por su presencia, implosiona. Estos textos se inscriben en el margen de esa ley; no la toman como restrictiva sino como generadora, y el intérprete de esa ley no es el escritor sino el lector. Este es otro modo de recuperar el valor de la lectura: la escritura se vuelve entonces el punto crucial de constantes bifurcaciones, el espacio de reunión de múltiples miradas, el ámbito polémico por excelencia.

No todos los textos que compondrían un corpus de microrrelatos —y aceptemos de manera provisoria esta denominación a pesar de que nos parece inadecuada— vienen marcados con el signo de una pertenencia genérica. Por ejemplo, los textos de Un tal Lucas de Julio Cortázar.28 La unidad de este libro se articula en torno a un personaje central: Lucas; pero en el centro material del libro —parte II,29 y el libro está dividido en tres partes— aparece un conjunto de textos que no cuentan con la presencia unificadora del personaje y que adoptan diversas formas: “metatexto o architexto fictivo”,30 como sucede con “Texturologías”;31 una cierta forma de diálogo interrumpido: “Diálogo de rupturas”;32 cuentos de cuatro líneas: “Amor 77”,33 todo reunido bajo el revelador epígrafe tomado de Paradiso34 de Lezama Lima: “... papeles donde se diseñaban desembarcos en países no situados en el tiempo ni en el espacio, como un desfile de banda militar china entre la eternidad y la nada”.35 Estos “papeles” licuan la unidad del libro, a la vez que la coagulan bajo el signo de la heterogeneidad. “Entre la eternidad y la nada”, repetimos la cita de Lezama: en este punto se encuentra el hombre latinoamericano, coterráneo de viajes interestelares y de guerras de galaxias, de prodigios técnicos y científicos que observa, lee e interpreta oblicuamente, instalado en una cotidianeidad varios años en el pasado de esos sucesos de los que, paradójicamente, es contemporáneo. También es al sesgo la mirada de estos autores sobre los “papeles” de esa cultura, un constante volver, y repasarlos, y releerlos desde una repetición que hace de la oblicuidad su intrincada manera de ser originales.

Tampoco Arreola busca una identificación genérica cuando reúne bajo el título “Prosodia”36 una miscelánea de textos que abarcan desde la reflexión con marcas de ensayo: “El encuentro”, “Libertad”, “Teoría de Dulcinea”; el texto con rasgos netamente periodísticos: “Flash”, “Alarma para el año 2000”, “De L’Osservatore”; el cuento: “Metamorfosis”; la alegoría: “El diamante”, hasta la descripción: “La caverna”. Se los puede leer desde cada una de estas formas, y esta lectura es productiva; pero lo que deseamos destacar es la reunión bajo un mismo signo de este material de varia invención que subraya la actitud que venimos señalando: la apertura de un discurso fragmentario, reunido en un ensamblaje imposible y presentado bajo el signo de literatura.

Hemos apuntado, al principio de este trabajo, la necesidad de crear formas de teorización que nos permitan abordar aspectos de la evolución de la literatura latinoamericana específicos de su proceso. Dentro de la narrativa, se ha prestado particular atención al desarrollo de nuestra novela, pero poco o nada se ha dicho de estas formas cuya rápida presentación hemos intentado.37 Sin embargo, la experiencia que están realizando estos narradores en las formas breves problematiza los conceptos tradicionales de literatura, género y lectura desde dos centros vitales hacia los que se polariza esta textualidad; nos referimos a la brevedad y lo fragmentario. Uno y otro se vinculan en una relación de dependencia y castigan la palabra literaria imponiéndole la presión de límites que, paradójicamente, se transforman en el pasaporte hacia la libertad.

Para caracterizar esta escritura es necesario acudir a diversas formas de la manifestación de la palabra: desde sus más efímeras realizaciones: la adivinanza, el chiste, el texto publicitario; a las formulaciones verbales que intentan orientar al hombre en su experiencia: el proverbio, la literatura didáctica; hasta llegar a su más excelsa creación: la poesía. Siempre se encuentra algún elemento que las incluye y a la vez las separa de estos territorios, y se termina por admitir que su estado fronterizo les permite ser un poco de todas estas formas y ninguna de ellas totalmente. Este estado las coloca entre la prosa y la poesía, entre lo narrativo y lo que no lo es, entre lo actual y lo pretérito y, en fin, entre todo lo que se puede considerar literatura y todo lo que nos parece ajeno a ella.

Frente a poéticas explícitas que constituyen un capital cultural dado apriorísticamente y que delimitan lo que debe ser esencial en un cuento, un ensayo, una fábula, condicionando nuestra lectura en el momento en el que abordamos un texto literario, aparecen estas concreciones que relativizan todos los absolutos de todas las categorías, todos los conceptos o prejuicios sobre las formas, los modelos y poéticas, para demostrarnos que existe una escritura de lo intersticial: no contra las leyes, sino saturándolas; no suponiendo su ausencia, sino haciendo posible la escritura del vacío que ellas dejan.

El hombre contemporáneo ha encontrado sistemas y mecanismos para asimilar todo; nada se escapa a alguna forma de organización, y esa misma organización nos permite asimilar la realidad y volverla conocimiento. Todo es eficaz y asépticamente elaborado, presentado, adquirido, consumido y procesado en un buen mecanismo de digestión. Nos comportamos ante la realidad como el buho arreolano:

Antes de devorarlas, el buho ingiere mentalmente sus presas. Nunca se hace cargo de una rata entera si no se ha formado un previo concepto de cada una de sus partes. La actualidad del manjar que palpita en sus garras va haciéndose pasado en la conciencia y preludia la operación analítica de un lento devenir intestinal. Estamos ante un caso de profunda asimilación reflexiva.38

Nuestra asimilación de la realidad encuentra demasiadas analogías con un proceso digestivo. Del mismo modo actuamos ante la literatura: no importa cómo, sino cuántos libros “devoramos” anualmente. La escritura de estos autores no favorece estos procesos de asimilación. En general, resulta indigesta. Quedamos rumiando sus restos una y otra vez. Su eficacia de mínimo manjar envenenado tiende por puente un hilo sobre el abismo. Con piruetas de acróbata debemos franquear sus fronteras conscientes de que el único camino posible es el de la dificultad.  La  dificultad  de  leer  un  texto  ausente,  de fabular modos para regular  el vacío,  de  encontrarnos constantemente con normas que  entorpecen nuestro recorrido, pero que sin embargo constituyen la única tierra firme sobre la que se tiende este delgado puente de palabras.

En esta heterogeneidad viva y pulsante se fragua la palabra nueva, capaz de reunir el norte y el sur, lo blanco y lo negro, lo pasado y lo presente, lo eterno y lo cotidiano. Así se ha superado la condición cadavérica de una palabra que comenzaba a mostrar los rasgos de la fatiga.

 

NOTAS

1. Como ejemplo de este conflicto, véase el ensayo de Jorge Luis Borges, “El escritor argentino y la tradición”, Obras Completas (Buenos Aires: Emecé, 1974) 267-274.

2. Sobre los problemas del fragmento y la fragmentación, consúltese el fundamental trabajo de Ph. Lacoue-Labarthe y J. L. Nancy, L’absolu littéraire. Théorie de la littérature du Romantisme allemand (Paris: Seuil, 1978).

3. Gabriel García Márquez, Cien años de soledad (Buenos Aires: Sudamericana, 1967).

4. Juan Rulfo, Pedro Páramo (México: Fondo de Cultura Económica, 1955).

5. Juan José Arreola, La feria (México: Joaquín Mortiz, 1963).

6. Julio Cortázar, Rayuela (Buenos Aires: Sudamericana, 1963).

7. Octavio Paz, El laberinto de la soledad (México: Fondo de Cultura Económica, 1950).

8. Ángel Rama, Transculturación narrativa en América Latina (México: Siglo XXI, 1985).

9. Inca Garcilaso de la Vega, Obras completas, ed. P. Carmelo Sans de Santa María, 4 vols. (Madrid: B.A.E., 1965).

10. Josefina Ludmer, Un tratado sobre la patria (Buenos Aires: Sudamericana, 1989).

11. Ya hacia principio de los 60, uno de estos autores, Julio Cortázar, da cuenta de esa peculiaridad: “hablar de cuento tiene un especial interés para nosotros, los escritores latinoamericanos, puesto que casi todos los países americanos de lengua española le están dando al cuento una importancia excepcional, que jamás había tenido en otros países latinos como Francia o España”; en “Algunos aspectos del cuento”, Casa de las Américas (La Habana), II.15-16 (1962-1963); también en Cuadernos Hispanoamericanos 255 (marzo 1971): 405.

12. Es importante, en este sentido, la tarea conjunta realizada en El cuento hispanoamericano ante la crítica, Enrique Pupo-Walker, dir. y pról., (Madrid: Castalia, 1973).

13. La serie tal vez se puede iniciar con “Los dos reyes y los dos laberintos” en El Aleph (1949) de Jorge Luis Borges, “Borges y yo” y otras prosas de El hacedor (1960) del mismo autor; Varia invención (1949) y Confabulario (1952) de Juan José Arreola; el bestiario de este mismo autor publicado junto con los dibujos de Héctor Xavier bajo el título Punta de plata (1958); “Continuidad de los parques” y “Los amigos” en Final de juego (1956) de Julio Cortázar e Historias de cronopios y de famas (1962) del mismo autor, y Obras completas (y otros cuentos) (1959) de Augusto Monterroso.

14. Luis Leal es uno de los primeros en hablar de estos textos y los denomina minicuentos en su Historia del cuento hispanoamericano, 2a ed. (México: De Andrea, 1971) 115. Otras aproximaciones al tema aparecen en Gabriela Mora, “El cuento brevísimo”, En torno al cuento: De la teoría general y de su práctica en Hispanoamérica (Madrid: J. Porrúa Turranzas, 1985) 29-34. También en Juan Armando Epple, Brevísima relación: El cuento corto en Hispanoamérica (Santiago de Chile: Lar, 1988). Irving Howe & Ilana Wiener Howe, Short Shorts. An Anthology of the Shortest Stories (Boston: David R. Godine, 1982).

15. En Obras completas (y otros cuentos) (México: UNAM, 1959). Manejamos otra edición. (Barcelona: Seix Barral, 1981) 75-77.

16. Juan José Arreola, Varia invención (México: Tezontle, 1949). Este cuento aparece perteneciendo al sector “Confabulario” de Confabulario del mismo autor (México: Fondo de Cultura Económica, 1966) 78-80.

17. En Julio Cortázar, Final del juego. Citamos por la edición de (Buenos Aires: Sudamericana-Planeta, 1986) 9-10.

18. Marco Denevi, Falsificaciones (Buenos Aires: EUDEBA, 1966).

19. Nos referimos al trabajo de Edgar A. Poe, “Nathaniel Hawthorne” —reseña a Twice Told Tales de Hawthorne aparecida en 1842— y al conocido “Decálogo del perfecto cuentista” de Horacio Quiroga (Babel, Buenos Aires, julio de 1927). También de Quiroga, “La crisis del cuento nacional” (La Nación, Buenos Aires, 11 de marzo de 1928).

20. Cortázar, “Algunos aspectos del cuento”, Casa de las Américas II.15-16 (1962-1963).

21. Julio Cortázar, “Del cuento breve y sus alrededores”, Último round (México: Siglo XXI, 1969) 35-46.

22. Juan José Arreola, Palindroma, 4a ed. (México: Joaquín Mortiz, 1980) 71.

23. Horacio Quiroga, “Decálogo del perfecto cuentista”, Puro cuento I.1 (nov.- dic., 1986).

24. David Lagmanovich, en su trabajo “Contigüidad de los parques, continuidad de la escritura”, señala la presencia de un subtexto literario en el cuento de Cortázar, la novela Lady Chatterley’s Lover de D. H. Lawrence. Afirma Lagmanovich: “es como si Cortázar hubiera tomado la novela inglesa como ‘obra abierta’ y la hubiera continuado, a partir de cierto punto —deconstruyéndola—, en una dirección inesperada. Y el resultado de esa relectura es también sorprendente para nosotros; porque los parques cuya continuidad percibimos son, ahora, el parque del cuento de Cortázar y el de la novela del escritor inglés”. En Lagmanovich, Códigos y rupturas. Textos hispanoamericanos (Roma: Bulzoni, 1988) 123.

25. En El jardín de senderos que se bifurcan (1941); retomado con Artificios (1944) bajo el título Ficciones. Cito por la edición de Prosa completa, vol. 1 (Barcelona: Bruguera, 1980) 313.

26. Por ejemplo, Augusto Monterroso, La oveja negra y demás fábulas (México: Joaquín Mortiz, 1969).

27. Cf. Julio Cortázar, Historias de cronopios y de famas 1962; también con el sector “Bestiario” de Arreola en Confabulario 45-64 (publicado por primera vez bajo el título Punta de plata).

28. Julio Cortázar, Un tal Lucas, 4a. ed. (Buenos Aires: Sudamericana, 1980).

29. Cortázar, Un tal Lucas 55-134.

30. Así bautiza Genette el seudo resumen practicado por Borges en “Tlön, Uqbqr, Orbis Tertius”, por ejemplo. Estas cuestiones las analiza Genette en Palimpsestes. La littérature au second degré (Paris: Seuil, 1982) 294-297.

31. Cortázar, Un tal Lucas 87-90.

32. Cortázar, Un tal Lucas 119-121.

33. Cortázar, Un tal Lucas 106.

34. José Lezama Lima, Paradiso (La Habana: Ediciones Unión, 1966).

35. Cortázar, Un tal Lucas 57.

36. Arreola, Confabulario 27-43.

37. David Lagmanovich es uno de los que se está dedicando a trabajar sobre estos textos. Véanse sus trabajos: Estructuras del cuento hispanoamericano (Xalapa: Universidad Veracruzana, 1989). También el trabajo citado sobre Cortázar y “Un cuento de Monterroso”, La Gaceta 26 de febrero de 1989. A él debo mi interés por las formas de la narrativa breve.

38. Arreola, Confabulario 53.